Hay
personas en todas las sociedades que viven tan solo para lucir lo último de la moda,
verse bien, “estar en la última” y ganar dinero fácil a costa de muchas cosas
que no por lucrativas son buenas. Se caracterizan por su manera de evadirse y
de reflejarse “distintos”, cuando en realidad caen en el molde neoliberal de los
“chicos y chicas plásticos”, play boy tercermundistas que José Martí
caracterizara con “sietemesinos”[1].
Son la gente que encuentra bueno lo extranjero
solo por serlo y que llevan su “etiquetada vida” a una especie de status social
que lo eleva por encima de los mortales comunes, los que José Martí ridiculiza
en su artículo “Nuestra América: “No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el
brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no
se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos,
que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o
madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos
hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero ! ¡Estos nacidos en América, que se
avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crio, y reniegan,
¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las
enfermedades!
A este Martí recuerdo cuando veo a tanto joven
sano enajenado y frágil, pero recordé más, y fui a las Obras Completas del
Apóstol en busca de las reflexiones de un hombre aún joven que en 1885 describe
deslumbrado y sabio las regatas tradicionales entre un yate inglés y uno
norteamericano, matizada por el patriotismo que una victoria propia enciende en
los hombres y mujeres de cualquier latitud, es por ello que sus atinadas
palabras mantienen actualidad para caracterizar a quienes el consumismo
convierte en personas, “tan desechables” como los productos que los esclavizan:
“…ya
porque un vapor lleno de bostonianos ha venido río arriba, con ocasión de las
regatas, a mofarse de los petimetres neoyorquinos que no hallan cosa de su
tierra que sea buena: y compran en Inglaterra yates que Nueva York vence, y
andan por las calles a paso elástico y rítmico, como si anduviesen sobre
pastillas, y hablan comiéndose las erres y la virilidad con ellas, acariciando
con el mostachillo rubio el cuerno de plata del bastón que no se sacan de los
labios: son unos señorines inútiles y enjutos, a quienes no se ve por las
calles desde que venció el Puritan.
Las
regatas, como tantas otras cosas, no son de valer por lo que son en sí, sino
por lo que simbolizan. De los Estados Unidos se van las herederas a Inglaterra,
a casarse con los lores; ningún galán neoyorquino se cree bautizado en
elegancia si no bebe agua de Londres; a la Londres se pinta y escribe, se viste
y pasea, se come y se bebe, mientras Emerson, piensa, Lincoln muere, y los
capitanes de azul de guerra y ojos claros miran al mar y triunfan. La grandeza
tienen en casa, y como buenos imbéciles, porque es de casa la desdeñan. Hasta
la hormiga, la mísera hormiga, es más noble que la cotorra y el mono.
Pues si hay miserias y pequeñeces en la tierra
propia, desertarlas es simplemente una infamia, y la verdadera superioridad no
consiste en huir de ellas, ¡sino en ponerse a vencerlas! La regata ha dado esto
bueno de sí, como da siempre algo bueno, aunque parezca puerilidad al que
ahonda poco, todo acto o suceso que concentra la idea de la patria; ¡hay un
vino en los aires de la patria, que embriaga y enloquece! Se le bebe, se le
bebe a sorbos en estas grandes ocasiones y ¡parece que se deslíen por la
sangre, con prisa de batalla, los colores de una gran bandera![2]
Muy bien pudiera ajustarse este comentario a
ciertas tendencias que no son solo de jóvenes sino de trasnochados aspirantes a
ricos que solo piensan en su país como fuente de su enriquecimiento.
[1] “Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque
les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás”.Nuestra América, José
Martí. Enero 1889
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