Eludir una parte de la
realidad histórica por incómoda que esta sea no conduce a otra cosa que a la
desconfianza y al resentimiento. Es por esto necesario para el historiador
escribir su criterio y aportar los hechos que se conocen sobre algunos
acontecimientos del ayer reciente, aún sin tener todos los elementos para
establecer la verdad histórica, bien porque los actores principales han callado
o por necesidades de la política.
Esto es lo que ocurre con el Congreso Nacional
de Educación y Cultura en los momentos más álgidos de las discusiones sobre la
política cultural de la Revolución Cubana, tanto en el terreno educacional,
como en el de la creación artística.
Aquel evento marca un antes y un después en la
cultura cubana y es necesario que se preste mayor atención a su gestación a
finales de la década del 60 cuando se daba entre la intelectualidad cubana el
fructífero debate sobre el pensamiento marxista, la libertad de creación, el
modo de servir a la Revolución y la pertenencia a una cultura occidental que
tenía su izquierda y su manera de ver e interpretar el marxismo.
El Congreso de Educación y Cultura fue el
medio para imponer una política cultural a la usanza de la que regía en los
países de Europa de Este y en especial en la Unión Soviética, en la que no
bastaba compartir un proyecto común de bienestar social, soberanía nacional y
servicio al pueblo sino que se estrechaba el camino de creación de acuerdo a los intereses determinados por una voluntad dirigista,
con un poder decisorio tal que impusieron una
década de mediocridad cultural, doble moral y “unanimismo monolítico”, del cual
salimos asombrados y aturdidos con los sucesos de la embajada del Perú y el
éxodo masivo del Mariel en 1980.
A la historiografía revolucionaria cubana, le
haría mucho bien retomar estos “momentos incómodos” de nuestra Revolución,
estudiarlos desde adentro a modo de tener una visión más integral de nuestro
proceso, sin lagunas por llenar, ni espacios en blanco que eludimos con
generalizaciones.
La obra de este pueblo y sus líderes
históricos tiene un inconmensurable peso en la balanza de la Historia: poner a
este pueblo en el lugar que ocupa en el conjunto de naciones del mundo, haber
desarrollado sus capacidades culturales, convertir en un cotidiano derecho el
desarrollo del intelecto, enfrentar a la potencia más poderosa de la historia y
mantener la unidad de todo un pueblo en torno a los temas básicos de la nación,
son elementos valederos del sacrificio de tantos años de lucha.
Por la misma razón se necesita hablar de esos
momentos menos brillantes, de esas
decisiones que no cuajaron y que se fueron rectificando sobre la marcha, porque
esa confluencia de luz y sombra, hacen mayor la posibilidad de valorar lo
alcanzado.
El Congreso Nacional de Educación y Cultura
fue el vehículo para “rectificar” en materia de cultura y educación. Convocado
para efectuarse en La Habana entre el 23 y el 30 de abril de 1971, hace ya 45
años, reunió a 1 700 delegados de heterogénea procedencia y nivel cultural, que
discutieron 413 ponencias y más de 7 mil recomendaciones surgidas de los
debates de base.
Organizado por Gobierno Revolucionario, el
Congreso convoca a toda la sociedad cubana a reflexionar y discutir sobre el
tema de la educación, en un momento en que el país había vencido el
analfabetismo y marchaba de forma acelerada en un proceso de elevación del
nivel cultural entre los adultos y en las masas de niños y jóvenes.
Los debates en la base se iniciaron en
diciembre de 1970 y se fueron enriqueciendo en la medida que avanzaban las
discusiones. Se discute en principio sobre los factores que influyen en el
desarrollo de la enseñanza y la formación del ciudadano con nuevas concepciones
del mundo, valores de altruismo, solidaridad y una alta espiritualidad.
En la medida que avanzan estos debates la
cultura, como proceso de creación, empezó a ser cuestionada y aparecieron
algunos criterios inquietantes sobre las influencias negativas de la cultura
universal contemporánea y ciertos elementos extra artísticos, como las
creencias religiosas, la pertenencia a determinadas corrientes estéticas y las
traídas y llevadas concepciones sobre
los patrones de sexualidad entre los artistas y los no artistas.
Al iniciarse el Congreso había una fuerte
predisposición hacia la cultura artística de influencia múltiple, por
considerarla marcada por la decadencia de un mundo “superado ya en Cuba”,
prácticamente toda la cultura contemporánea hecha en los países no socialistas
era sospechosa de ser portadora de elementos “diversionsitas”. La Política
Cultura se estrechaba y entraba en contradicción con la tradición liberal de la
cultura cubana en todos los tiempos.
Para darse cuenta de los nuevos rumbos que se
querían para la sociedad cubana basten algunos fragmentos de la Declaración
Final del Congreso Nacional de Educación y Cultura:
“La
cultura de una sociedad colectiva es una actividad de las masas no el monopolio
de una élite, el adorno de unos pocos escogidos o la patente de corso de los
desarraigado.
“La
formación ideológica de los jóvenes escritores es una tarea de máxima
importancia para la Revolución. Educarlos en el marxismo-leninismo,
pertrecharlos de las ideas de la Revolución y capacitarlos técnicamente es
nuestro deber.
“Los
medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos
intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia y el
homosexualismo y demás aberraciones sociales, en expresión del arte
revolucionario, alejados de las masas y del espíritu de nuestra Revolución”[i]
El Congreso Nacional de Educación y Cultura
dejaba fuera de la Revolución no solo a los enemigos de clase, sino a los
homosexuales, religiosos y a los escritores y artistas que no se avenía al
esquema rígido del “creador revolucionario”
Las razones para este programa han sido
muchas, ninguna ha resistido la prueba del tiempo: combate contra el
“diversionismo ideológico” y “las formas solapadas de penetración del enemigo”;
creación del “hombre nuevo”, más puro, más culto, colectivista e impregnado de
la ideología marxista-leninista, ninguna mención al ideario humanista e
integrador de José Martí, inspirador de la propia Revolución Cubana.
El resultado fue la entronización de una
“doble moral”, el oportunismo y la mediocridad intelectual y artística, sin ser
absolutos. La separación y alejamiento de muchos intelectuales y artistas de la
docencia, de sus actividades como creadores y la desactualización casi
generalizada de todo lo que ocurría en la cultura del mundo, por no avenirse a
la ideología oficial del momento.
Desde el punto de vista social sobrevino una
década de dogmatismo, miedo y mediocridad que afectó sobre todo al sector
educacional y artísticos y que se fue superando a lo lardo de la década de los
70 y los 80, tras la resistencia de los intelectuales y artistas cubanos,
negados a ser meros propagandistas de una idea.
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