Las
valoraciones que sobre Carlos Marx emite Martí en ocasión de su muerte, se convierten en análisis sobre el movimiento
obrero que está en pleno apogeo en los Estados Unidos y en Europa.
En este comentario, escrito para el periódico La Nación en 1883 resaltan las simpatías y comprensión de
Martí de las razones de los trabajadores para alzarse y exigir el cambio, pero
junto a esto expresa su desacuerdo con la violencia generada por el odio y el
triste resultado que puede conseguirse.
La claridad misma de lo que expone el Maestro
en esta crónica explica sus razones para ir contra la violencia, pero deja bien clara su posición junto a los
humildes. La maduración de sus ideas, la experiencia de lucha que va
adquiriendo y la necesidad práctica de cambiar la situación social y política
en Cuba y en América Latina, lo llevarán a la radical posición de apoyar la vía
revolucionaria, cuando la defensa reaccionaria de los intereses creados la
hagan necesaria:
“Por
tabernas sombrías, salas de pelear y calles obscuras se mueve ese mocerío de
espaldas anchas y manos de maza, que vacía de un hombre la vida como de un vaso
la cerveza. Mas las ciudades son como los cuerpos, que tienen vísceras nobles,
e inmundas vísceras. De otros soldados está lleno el ejército colérico de los
trabajadores. Los hay de frente ancha, melena larga y descuidada, color pajizo,
y mirada que brilla, a los aires del alma en rebeldía, como hoja de Toledo, y
son los que dirigen, pululan, anatematizan, publican periódicos, mueven juntas,
y hablan. Los hay de frente estrecha, cabello hirsuto, pómulos salientes,
encendido color, y mirada que ora reposa, como quien duda, oye distintos
vientos, y examina, y ora se inyecta, crece e hincha, como de quien embiste y arremete:
son los pacientes y afligidos, que oyen y esperan. Hay entre ellos fanáticos
por amor, y fanáticos por odio. De unos no se ve más que el diente. Otros, de
voz ungida y apariencia hermosa, son bellos, como los caballeros de la Justicia. En sus
campos, el francés no odia al alemán, ni éste al ruso, ni el italiano abomina
del austriaco; puesto que a todos los reúne un odio común. De aquí la flaqueza
de sus instituciones, y el miedo que inspiran; de aquí que se mantengan lejos
de los campos en que se combate por ira, aquellos que saben que la Justicia misma no da
hijos, ¡sino es el amor quien los engendra! La conquista del porvenir ha de
hacerse con las manos blancas. Más cauto fuera el trabajador de los Estados
Unidos, si no le vertieran en el oído sus heces de odio los más apenados y
coléricos de Europa. Alemanes, franceses y rusos guían estas jornadas. El
americano tiende a resolver en sus reuniones el caso concreto: y los de
allende, a subirlo al abstracto. En los de acá, el buen sentido, y el haber nacido
en cuna libre, dificulta el paso a la cólera. En los de allá, la excita y mueve
anarquía, que pudran y roan como veneno, el seno de la Libertad!
Ved esta gran sala. Karl
Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor.
Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle
remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. Espanta
la tarea de echar a los hombres sobre los hombres. Indigna el forzoso
abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Mas
se ha de hallar salida a la indignación, de modo que la bestia cese, sin que se
desborde, y espante. Ved esta sala: la preside, rodeado de hojas verdes,
el retrato de aquel reformador ardiente, reunidor de hombres de diversos
pueblos, y organizador incansable y pujante. La Internacional fue su
obra: vienen a honrarlo hombres de todas las naciones. La
multitud, que es de bravos braceros, cuya vista enternece y conforta, enseña
más músculos que alhajas, y más caras honradas que paños sedosos. El trabajo embellece. Remoza ver a un labriego, a un
herrador, o a un marinero. De manejar las fuerzas de la naturaleza, les viene
ser hermosos como ellas.
New
York va siendo a modo de vorágine: cuanto en el mundo hierve, en ella cae. Acá
sonríen al que huye; allá, le hacen huir. De esta bondad le ha venido a este
pueblo esta fuerza. Karl Marx estudió los modos de
asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el
modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero
anduvo de prisa, y un tanto en la sombra, sin ver que no nacen viables, ni de
seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el hogar, los hijos que
no han tenido gestación natural y laboriosa. Aquí
están buenos amigos de Karl Marx, que no fue sólo movedor titánico de las
cóleras de los trabajadores europeos, sino veedor profundo en la razón de las
miserias humanas, y en los destinos de los hombres, y hombre comido del ansia
de hacer bien. El veía en todo lo que en sí propio llevaba: rebeldía, camino a
lo alto, lucha.
Aquí está un Lecovitch, hombre de
diarios: vedlo cómo habla: llegan a él reflejos de aquel tierno y radioso
Bakunin: comienza a hablar en inglés; se vuelve a otros en alemán: “¡da! ¡da!”
responden entusiasmados desde sus asientos sus compatriotas cuando les habla en
ruso. Son los rusos el látigo de la reforma: mas no, ¡no son aún estos hombres
impacientes y generosos, manchados de ira, los que han de poner cimiento al
mundo nuevo: ellos son la espuela, y vienen a punto, como la voz de la
conciencia, que pudiera dormirse: pero el acero del acicate no sirve bien para
martillo fundador!
Aquí está Swinton, anciano a quien
las injusticias enardecen, y vio en Karl Marx tamaños de monte y luz de
Sócrates. Aquí está el alemán John Most, voceador insistente y poco amable, y
encendedor de hogueras, que no lleva en la mano diestra el bálsamo con que ha
de curar las heridas que abra su mano siniestra. Tanta gente ha ido a oírles
hablar que rebosa en el salón, y da en la calle. Sociedades corales, cantan.
Entre tanto hombre, hay muchas mujeres. Repiten en coro con aplauso frases de
Karl Marx, que cuelgan en cartelones por los muros. Millot, un francés, dice
una cosa bella: “La libertad ha caído en Francia muchas veces: pero se ha
levantado más hermosa de cada caída”. John Most habla palabras fanáticas:
“Desde que leí en una prisión sajona los libros de Marx, he tomado la espada
contra los vampiros humanos”. Dice un Magure: “Regocija ver juntos, ya sin
odios, a tantos hombres de todos los pueblos. Todos los trabajadores de la
tierra pertenecen ya a una sola nación, y no se querellan entre sí, sino todos
juntos contra los que los oprimen. Regocija haber visto, cerca de lo que fue en
París Bastilla ominosa, seis mil trabajadores reunidos de Francia y de
Inglaterra.” Habla un bohemio. Leen carta de Henry George, famoso economista
nuevo, amigo de los que padecen, amado por el pueblo, y aquí y en Inglaterra
famoso. Y entre salvas de aplausos tonantes, y frenéticos hurras, pónese en
pie, en unánime movimiento, la ardiente asamblea: en tanto que leen desde la
plataforma en alemán y en inglés dos hombres de frente ancha y mirada de hoja
de Toledo, las resoluciones con que la junta magna acaba, en que Karl Marx es
llamado el héroe más noble y el pensador más poderoso del mundo del trabajo. Suenan músicas; resuenan coros, pero se nota que no son los
de la paz.
(...)
La
Nación. Buenos
Aires, 13 y 16 de mayo de 1883
Obras Completas de
José Martí. T. IX: 388-389
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