Me parece
justo refrescar en estos días de verano y presentarle una vertiente de José Martí no muy conocida más allá de
los especialistas de su obra, sus crónicas sobre temas deportivos, en este caso
las referidas a las “carreras de premios que vio en Nueva York:
Cuando el glorioso oplista ateniense recibe la
encomienda de llevar las buenas nuevas de la victoria de las armas griegas en
las arenas de la bahía de Maratón, no pesaba en la estrecha recompensa de las
monedas acrecentando su saco, sino en la gloria de ser el primero en llevarle a
los afligidos ciudadanos de la polis ática el resultado favorables de las armas
nacionales, junto con el último suspiro solo una palabra, ¡victoria!
Hoy la
humanidad recuerda al valiente que cubrió sin descanso la distancia entre el
lugar de la batalla y Atenas con la carrera de Maratón, momento culminante de
los Juegos Olímpicos Modernos, en el que las posibilidades de resistencia
humana se ponen en juego y la victoria tiene una connotación de homenaje al
tesón, la entrega y el honor del atleta y del pueblo que lo vitorea.
Por eso en
contraste, la tristeza está presente en las largas crónicas que nuestro José
Martí dedicó a una de las competencia de las que fue testigo viviendo en el
Nueva York decimonónico, las carrera de “caminadores”, competiciones que
estaban de moda por estos años y que al parecer producían pingüe dividendos a
los patrocinadores y apostadores, incluyendo a los influyentes periódicos de la
ciudad en busca de publicidad y de una mayor venta de diarios.
Se convocaba
a los atletas para recorrer una distancia determinada, entre 500 y 600 millas
ininterrumpidamente, día y noche en un espacio cerrado con graderíos al que
acudía un público curioso, que era el verdadero sostenedor del espectáculos por
el pago de las entradas y los gastos de permanencia, por ver correr y
desgastarse hasta los límites de su salud a aquellos desgraciados que en pos de
una premio en dinero para el ganador.
Por la
minuciosidad de datos que va proporcionando y las impresiones de primera mano
que aporta, todo parece indicar que él presenció aquellas “hazañas
repugnantes”, como las llamaría el propio Martí. Esa “(...) fatigosa
contienda de avarientos, que dan sus espantables angustias como cebo a un
público enfermizo, que a manos llenas vacía a las puertas del circo los dineros
de entrada que han de distribuirse después los gananciosos”[1].
No hay en ningún momento simpatía por lo que ve, sino tristeza y un algo de
vergüenza por la condición humana.
Hemos encontrados en las compilaciones de sus obras
cuatro crónicas referidas a este tema, las dos primeras sobre una misma
competencia, desarrollada en el Madinson Squar Garden de Nueva York a
principios del año 1882, escritas para el periódico caraqueño El Nacional;
mientras que las otras dos datan de 1884 y 1888 en el mismo escenario y
aparecen en el diario bonaerense La
Nación.
Son cuatro
momentos para acercarse a un mismo fenómeno de masas y en donde predomina una
constante, la condena a la barbarie inicua de rebajar y destruir al hombre por
dinero, porque no “(...)es esta aquella garbosa lucha griega en que a los
acordes de la flauta y de la cítara, lucían en las hermosas fiestas panateneas
sus músculos robustos y su destreza en la carrera, los hombres jóvenes del
ático, para que el viento llevase luego sus hazañas cantada por los poetas,
coronados de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aún eran bastante
fuerte los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Harmodio y
Aristogitón”(...)”[2]
La
comparación con las competencias de la Grecia Clásica le
sirven para mostrar la caída moral del hombre cuando se rebaja al papel de
animal de carrera y por eso los constantes cotejos de estos corredores con
animales son comunes en estos comentarios, “(...) estos jayanes andan
pesadamente, (...)comen dando vuelta como perro famélico que huye con la presa
entre los dientes,(...)se arrastran como jacos de posta, sudorosos y
latigueados,(...)por unos cuantos dineros, a cuyo sonido, al rebotar sobre los
mostradores de la entrada, aligeran y animan su marcha”[3]
Y vuelve el pensamiento del humanista a ese
idealizado mundo clásico al comprender cuan alejado del espíritu humano está
este espectáculo porque no “(...) son los premios de estos caminadores, como
de los que se disputaban el premio de correr en aquellas fiestas coronadas de
laurel verde y fragante, o ramillas de mirto florecido”[4]
Al joven
cubano se le hace difícil comprender tanta brutalidad que ocurre ante los ojos
de un público que semejante a la plebe romana goza con la crueldad y paga por
ella.
El público,
ese será el centro de su observación en estas crónicas de los “caminadores”,
porque no se refiere solo a los rufianes que llena la noche para pasarla de
alguna manera burlándose de los atletas y sus constantes caídas, traspiés,
desmayos, sino que allí aparecen “damas y caballeros” de rico caudal “(...)no para ver vitorear el trance
adelantado de los hombres a un estado mental o moral sumo, sino para ver y
vitorear el trance de retroceso del hombre al bruto”[5]
Tal es su
impresión desaprobatoria que dos años después vuelve sobre el tema de los
caminadores y el público de estos espectáculo: “Con la gente que llenaba el
circo a esa hora, había para hacer la independencia de un país: - mas no con
esa clase de gente (...)”[6]
En esta
segunda crónica hay una irónica referencia a los periodistas de Nueva York que
cubre el espectáculo y nos cuenta cómo pasan su tiempo sobre plataformas los
cronistas y taquígrafos de todos los periódicos de la ciudad: “No se contó
de seguro el camino de la cruz del Nazareno con más minuciosidad que las
caídas, desmayos, ligeros sueños, refrigerios breves y reapariciones en la
arena de los caminadores”[7]
En 1888 vuelve con la más extensa de sus
crónicas dedicadas a los caminadores, el
motivo principal es la presencia en la carrera de un mexicano, al cual
identifica solo con el apellidos Guerrero, que tiene muchas posibilidades de
ganar y goza de la simpatía de los que acuden noche y día a ver estas lides. Al
referirse a él viene la inevitable comparación con los héroes mitológicos de la Hélade y de las leyendas
amerindias:
“Y allá
va Guerrero no va, como Hércules cuando corría por conquistar la corona de
oliva, sin más ropaje que su propia piel: ni lleva como Hipómenes una blusa de
lona cuando competía con la mortal Atalanta por el premio de su mano; ni viste
camisa y calzonera de piel de venado con pasamanería de wampunes de colores, y
diadema de pluma de cisne, como el veloz Pan-Puk en las bodas de Haiwatha (...)”[8]
En esta crónica el lenguaje se suaviza al
referirse a los competidores, aunque la critica y la desaprobación siguen
marcando el pensamiento del Apóstol, ahora Albert (el competidor de origen
inglés), es como “los héroes de la Olimpiada”, mientras Guerrero le “(...)recuerda
a los daneses que se deslizan por los campos de nieve”[9]
, pero como reaccionando ante la crueldad y todas aquellas cosas que el a
reprobado desde que conoce estas competencia, escribirá con énfasis de ira, que
solo los jugadores que viven de las apuestas, la tentación de ganancias o el
afán de notoriedad, muy necesario en los Estados Unidos, son atraídos “(...)
a ejercicios odiosos que en nada aumentan la utilidad, gracia y ciencia del
hombre: Guerrero era bello, sí: ¡como un venado! Albert era bello, sí: ¡como un
caballo!”[10]
Esta vez su análisis del público que acude a
ver este tipo de espectáculo se vuelve más descriptivo para enumerar a esa crápula
que no es solo del barrio de Bowery, que el califica como el centro del hampa.
Allí están los apostadores profesionales, las prostitutas, que el califica de
“bribonas”, que se exhiben en aquel ambiente “por amor a cuanto excita sus
carnes impuras” y los curiosos,
como él, “(...) atraído por el encanto de la tenacidad en cualquier especie de
triunfo” , ellos junto a los policía y ladrones constituían ese heterogéneo
gentío que llenaba el Madinson en días de “carrera de premio”.
Era una muestrario de la humanidad en la Babel de Hierro, una muestra
de una humanidad en lucha por su subsistencia, la antítesis de ese mundo que el
quería para su América, esa que más al sur echaba una mirada curiosa a las
luces cada vez más intensa de la parafernalia capitalista que se construía en
el norte y que él advertidor y comprometido quería mostrarle en todas sus
facetas.
[1] Obras Completas de José
Martí. Tomo X:50
[2] Obras Completas de José
Martí. Tomo IX:266
[3] Obras Completas de José
Martí. Tomo IX:267
[4] Obras Completas de José
Martí. Tomo IX:266
[5] Obras Completas de José
Martí. Tomo IX:267
[6] Obras Completas de José
Martí. Tomo X:50
[7] Obras Completas de José
Martí. Tomo X:52
[8] Obras Completas de José
Martí. Tomo XI:401
[9] Obras Completas de José
Martí. Tomo XI:402
[10] Obras Completas de José
Martí. Tomo X:403
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