"El triunfo de la rumba", autor Eduardo Abela
A
muchos se les olvida que la cultura cubana actual es heredera y fruto de una
resistencia de cinco siglos de forja bajo las diversas formas de organización
de la sociedad.
Primero salvando, bajo convulsas
circunstancias la herencia aborigen que ya era una mescolanza de varias formas
de cultura Arauca fraguadas en siglos de llegada y salida de esta isla “fermosa”
como diría Colón. Bajo el vasallaje el aborigen fue sometido a la ruda
explotación del conquistador hispano solo interesado en encontrar oro o algún
otro elemento precioso para regresar cargado de riquezas a su península. Casi
se extingue toda la población cobriza originaria, de ella quedaron los
toponímicos de muchos lugares cubanos, la criollez de una piel bronceada
escondida en alguna mezcla forzada por el solitario varón hispano y mucha,
mucha rebeldía que hizo levantar a los pocos miles de aborígenes sobrevivientes
en palenques aislados en el monte o atacando al cruel conquistado dentro de sus
villas o por los senderos angostos de la isla amada.
Esa es la base, en ella se fue fundiendo el
imaginero popular cotidiano para forjar al criollo, en un ajiaco que incluyó en
los primeros siglos a los pocos negros esclavos que arribaron a nuestras costas
traídos para sustituir al “indio” cubano, al converso judío y al mudéjar derrotado
en España, aquí de a poco fueron forjando una cultura criolla identificada con
la feraz naturaleza y el lento paso del tiempo y el abandono. De esos tiempos surgió
una “Virgen” que tuvo una leyenda hermosa con tres juanes, cada uno de las
razas más visibles en esta isla nuestra, unos la adoraron como María, la madre
de Dios, otros vieron a la Virgen del Cobre, madre de los criollos y luego de
los cubanos y tiempos después los africanos la vieron negra y hermosa envuelta
en dorada capa como la Ochún caribeña que atenuara sus dolores.
El decisivo siglo XIX, alabado por los ricos
cubanos, como nuestro “Siglo de las Luces”, fue testigo de un encumbramiento de
los ricos criollos, haciendo azúcar mezclada con sangre africana, llegada ahora
por millones de todos los confines del continente negro para ser mano de obra,
para morir en esta isla o para renacer nuevamente en un país imaginario que
tuvieron que construirse para no perder su cultura y rescatar sus orichas, sus
remedios, sus conjuros, sus danzas y sus cantos, que el blanco quiso prohibir,
pero que se arraigó mutante y fuerte en el corazón del “mulato”, el fruto pecaminoso,
el fruto reafirmador de un pueblo que ahora era de todas partes, cantaba y reía
a pesar del llanto y el sufrimiento y soñaba, soñaba “ser”. Cuba tenía ya
identidad.
Blancos, negros, todos mezclados levantarán el
grito por la independencia y la libertad y vendrán nuevas oleadas de fuera y de
dentro, ahora chinos, “moros” o románticos europeos atraídos por el alegre y
engañoso vivir superficial del criollo; del cubano, fue el tiempo de las
individualidades: Varela, Heredia, Placido, Céspedes, Figueredo, los Maceos y
sobretodo Martí, resumen crisolado de la telúrica historia nacional, ellos
serán los precursores de lo que somos, tanto como el anónimo tamborero, la
mulata rumbera, el guajiro canario, decimista y trabajador, el cubano de a pie
que no tiene más historia que la de su trabajo y la de su familia jodedora y
creciente, hechos al canto como la forma mayor de la cultura en Cuba: son,
guaracha, rumba, danzón, bolero, mambo, siempre más deprisa, más sensual, pero también más
clara para contar nuestras penas y nuestros sueños y decirle a quien solo ve el
folklor, somos una herejía de pueblo y seguiremos creciendo.
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