José Martí escribió sobre un deporte
que es un primo hermano del balompié, ese “fútbol americano” que tanto
caracteriza a los Estados Unidos, por su rudeza, virilidad y catarsis lúdica
nacional y que nuestro Apóstol vio jugar durante su larga estancia de exilio en
ese país.
Hay en sus escritos sobre deportes en los
Estados Unidos menciones a los juegos donde se utiliza pelota, siempre con una
especificación: pelota de pie (fútbol),
pelota de jardín (tennis) y pelota emplumada (balmington), pero siempre
que se refirió al beisbol escribió, pelota y nada más, tal y como decimos los
cubanos de hoy.
Entre los deportes que se
practicaban y practican en las universidades de Estados Unidos, uno de los más
populares y brutales era el fútbol americano. José Martí tuvo oportunidad de
presenciar algunos partidos en los que el encono convertía estos encuentros en
batallas campales por la fuerte rivalidad, más allá del terreno de deportivo en
el que se pone en juego el honor y el prestigio del jugador y de la institución
que representa.
Narró para la posteridad el juego tradicional
de las universidades de Yale y Princeton, que dirimían año tras año al
iniciarse el curso la supremacía deportiva. Esta tirantez derivaba en
violencia, tanto en la cancha como en las graderías, por lo que aquellos juegos
llamados a contribuir a la formación de la joven generación, terminaban en una
irracional confrontación.
Juego hecho a la medida de aquella nación
joven y ruda, el rubby simboliza como ningún otro deporte a ese país.
En noviembre de 1884 José Martí envía a Buenos
Aires esta hermosa y épica crónica donde describe la batalla campal en la que
se convirtió el juego anual entre las universidades, Princeton y Yale:
“...Dicen
que el juego ha sido horrible. Era una arena abierta, como en Roma. Luchaban
como Oxford y Cambrigge en Inglaterra, los dos colegios afamados, Yale y Princeton...
Naranja era el color de Yale y el de Princeton azul...El cielo sombrío como no
queriendo ver...Los gigantes entrando en el circo, con la muerte en los ojos,
llevan el traje de juego: chaqueta de cañamazo, calzón corto, zapatilla de
suela de goma: ¡Todo estaba a los pocos momentos tinto en la sangre propia o en
la ajena!”[1]
El párrafo que sigue es una joya de la
narración deportiva, llena de toda la emotividad de lo que ocurre en el
terreno, con las palabras adecuadas y el dramatismo creciente hasta el
desenlace final:
“Los de
un bando se proponen entrar a punta de pie la bola en el campo hostil: y los de
este deben resistirlo, y volver la bola al campo vecino. Este pega: aquel acude
a impedir que la bola entre: uno se echa sobre la bola...: los diez, los
veinte, todos los del juego, trenzados los miembros como los luchadores del
circo, batallan a puño, a pie, a rodilla, a diente...Y cuando se apartan del
montón el infeliz capitán del Yale, caída la mandíbula, apretados los dientes,
lívido y horrendo, se arrastra por la arena hecha lodo... Si el día no
acabase, no cesaría. Yale vence.”[2]
Tras la conmoción del partido el Apóstol
reflexiona: “El lucimiento mental se
desdeña, y se enaltece el brío del músculo”[3]
Era su modo de mostrarnos la rudeza de una
sociedad en la que la espiritualidad y la nobleza eran en muchas ocasiones
opacadas por la fuerza del músculo y el éxito a toda costa.
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