ESTE EN UN ESCRITO DE JOSÉ MARTÍ QUE NO DEBERÍA FALTAR EN LA LECTURA DE NINGÚN LATINOAMERICANO, POR SU VIGENCIA, A PESAR DE QUE FUE ESCRITO EN 1891, POR SUS VERDADES Y POR QUE SEGUIMOS ARRASTRANDO EL LIDERAZGO DE LOS "ALDEANOS VANIDOSOS QUE CREEN QUE EL MUNDO ENTERO ES SU ALDEA, CON TAL DE QUE EN ELLA ÉL QUEDE DE ALCALDE":
Cree el
aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de
alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la
alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los
gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima,
ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos
engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos
tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de
almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que
vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una
idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística
del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen
han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se
enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra,
o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de
modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal,
cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del
hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren
que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las
deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya
no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de
flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan
y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase
el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida,
y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.
A los
sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son
hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los
demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas
pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede
alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le
roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan
al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de
carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos
en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que
los crió, y reniegan. ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el
lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la
madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y
vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata,
maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda
de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con
sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los
ejércitos de la América
del Norte, que ahoga en sangre a sus indios y va de más a menos! ¡Estos
delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el
Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir
con los ingleses en los años, en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos
“increíbles” del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles
de la Revolución
francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más
orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las
masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los
brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás,
en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas.
Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque
tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable
a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir
por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña.
La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y
grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición
singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en
los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un
decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una
frase de Siryés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que
es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen
gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el
francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan
con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El
espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de
avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.
Por eso el libro importado ha sido vencido en
América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados
artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla
entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la
naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia
superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende
prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a
recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le
perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados
han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron
traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para
conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de
gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir
creador.
En pueblos compuestos de elementos cultos e
incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las
dudas con su mano: allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La
masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere
que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna
ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad
en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el
análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar
salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a
dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de
negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El
premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor
estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la
cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores
reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de
lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la
verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta
sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil
que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y
fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la
administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es
resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo
de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad
americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al
dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es
preferible a la Grecia
que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de
reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo;
pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido;
que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras
dolorosas repúblicas americanas.
Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y
el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las
naciones. Con el estandarte de la
Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos
tenientes y una mujer alzan en México la república, en hombros de los indios.
Un canónigo español, a la sombra de su, capa, instruye en la libertad francesa
a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América
contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por
pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los
argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar,
uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz
es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le
es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los
sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la
pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los
poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la
especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas
burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna
desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia
gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad ; como la constitución
jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las
capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los
redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma
de la tierra, desatada -a la voz del salvador, con el alma de la tierra había
de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece,
de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que
heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas
que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico.
El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el
derecho del hombre al ejercicio de su razón, entra, desatendiendo o desoyendo a
los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por
base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón
universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia:
no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.
Con los oprimidos había que hacer causa común,
para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los
opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la
presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye
venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta,
tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra
América se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades
capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación
excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la
raza aborigen,- por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la
república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol,
acurrucado en cada esquina. Morirá; con las zarpas al aire, echando llamas por
los ojos.
Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia
el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va
vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás,
porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide “a que le hagan
emperador al rubio”. Estos países se salvarán porque, con el genio de la
moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el
continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en
Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación
anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las
manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una mascara, con los calzones de
Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de
España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la
cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche
la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad
desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían
al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio
hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de
los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo
lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron
y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el
prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al
Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes, El pueblo
natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones
de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma
hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos.
Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la
razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de
las, castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se
empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se
saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son.
Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig.
Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América.
Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa,
y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y
que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.
El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las
formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que
las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en
formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y
plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos,
muere la república. El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de
afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. 0
si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería.
Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la
critica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta
los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar,
bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con
los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los
hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo
de la Naturaleza.
Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas
estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios.
Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias
discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del
árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va
cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.
De todos sus peligros se va salvando América.
Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del
equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los
siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas,
ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso,
enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero.
Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el
carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca
que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no
le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre
los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque,
demandando relaciones intimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce
y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de si propios, con
la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora
del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo
más puro de su sangre, la
América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas
vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo
hábil, no esta tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo
a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y
desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante
los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la
provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de
nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una
en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la
sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las
venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable,
que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día
de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para
que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la
codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se
ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que
dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo
peor ‘prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a
odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.
No hay odio de razas, porque no hay razas. Los
pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las
razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano
en la justicia de la
Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento,
la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los
cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente
y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los
pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres
peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de
vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales
pudieran, en un periodo de desorden interno o de precipitación del carácter
acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas,
aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar
es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y
fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la
casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son
diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y
trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que,
con menos favor de la
Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas;
ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse,
para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tacita y urgente
del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual
lleva a cuestas, por el camino abonado por los padrea sublimes, la América trabajadora; del
Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las
naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la
semilla de la América
nueva!
Publicado
por primera vez en La
Revista Ilustrada de Nueva York, el primero de enero de
1991 y luego el periódico El Partido
Liberal, de México el 30 de enero de ese mismo año.
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