A los
sietemesinos sólo les faltará el valor
José Martí
Vuelvo a
leer un recorte del periódico cubano Juventud Rebelde (22 /5/2010)
es un artículo titulado, “Hay que darles mandinga” del
periodista Julio Tamayo Martínez en el que se llama la atención acerca de los “modos camaleónicos” de un grupo de
personas, no tan pocas como quisiéramos, que encuentran en “la falsía, la replica de
actitudes extrañas, costumbres foráneas, modulaciones vocales ajenas a nuestra
idiosincrasia u otras conductas “singulares” apreciable en la calle”[1]
su manera de evadirse y de reflejarse “distintos”, cuando en realidad
caen en el molde neoliberal de la “aldea global” que la industria del
consumismo quiere para sus “chicos y chicas plásticos”, play boy
tercermundistas que José Martí caracterizara con “sietemesinos”[2].
Son la gente que encuentra bueno lo extranjero
solo por serlo y que llevan su “etiquetada vida” a una especie de status social
que lo eleva por encima de los mortales comunes, los que José Martí ridiculiza
en su artículo “Nuestra América: “No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el
brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no
se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos,
que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o
madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos
hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos
nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la
madre que los crió, y reniegan ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola
en el lecho de las enfermedades!
A este Martí recordé cuando leía el artículo
de Tamayo Martínez, porque vemos a
diario y como algo esnobista y ridículo, extemporáneo a esos que reniegan de lo
suyo, como el que no tiene que ver con los que a diario hacemos la miel y el
panal.
Pero recordé más, y fui a las Obras Completas
del Apóstol en busca de las reflexiones de un hombre aún joven que en 1885
describe deslumbrado y sabio las regatas tradicionales entre un yate inglés y
uno norteamericano, matizada por el patriotismo que una victoria patria
enciende en los hombres y mujeres de cualquier latitud, es por ello que sus
atinadas palabras mantienen actualidad para caracterizar a quienes el
consumismo convierte en personas, “tan desechables” como los productos que los
esclavizan:
“…ya
porque un vapor lleno de bostonianos ha venido río arriba, con ocasión de las
regatas, a mofarse de los petimetres neoyorquinos que no hallan cosa de su
tierra que sea buena: y compran en Inglaterra yates que Nueva York vence, y
andan por las calles a paso elástico y rítmico, como si anduviesen sobre
pastillas, y hablan comiéndose las erres y la virilidad con ellas, acariciando
con el mostachillo rubio el cuerno de plata del bastón que no se sacan de los
labios: son unos señorines inútiles y enjutos, a quienes no se ve por las
calles desde que venció el Puritan.
“Las
regatas, como tantas otras cosas, no son de valer por lo que son en sí, sino
por lo que simbolizan. De los Estados Unidos se van las herederas a Inglaterra,
a casarse con los lores; ningún galán neoyorquino se cree bautizado en
elegancia si no bebe agua de Londres; a la Londres se pinta y escribe, se viste y pasea, se
come y se bebe, mientras Emerson, piensa, Lincoln muere, y los capitanes de
azul de guerra y ojos claros miran al mar y triunfan. La grandeza tienen en
casa, y como buenos imbéciles, porque es de casa la desdeñan. Hasta la hormiga,
la mísera hormiga, es más noble que la cotorra y el mono.
“Pues
si hay miserias y pequeñeces en la tierra propia, desertarlas es simplemente
una infamia, y la verdadera superioridad no consiste en huir de ellas, ¡sino en
ponerse a vencerlas! La regata ha dado esto bueno de sí, como da siempre algo
bueno, aunque parezca puerilidad al que ahonda poco, todo acto o suceso que
concentra la idea de la patria; ¡hay un vino en los aires de la patria, que
embriaga y enloquece! Se le bebe, se le bebe a sorbos en estas grandes
ocasiones y ¡parece que se deslíen por la sangre, con prisa de batalla, los
colores de una gran bandera!”[3]
La
vigencia de estas palabras son innegables y toca a la sociedad en su conjunto y
a la familia en particular, formar en el
joven los altos valores de la espiritualidad y la nobleza, que serán los que
salvarán por encima de las frivolidades
de las que está llena la vida posmoderna, capitalista, egoísta y nada noble.
No hay comentarios:
Publicar un comentario