María
Mantilla Miyares es una jovencita muy ligada a la vida de nuestro José Martí,
muchos historiadores afirman que en realidad era una hija carnal del Apóstol,
concebida en un momento de pasión con la cubana Carmen Miyares, emigrada en
Nueva York y esposa de Manuel Mantilla.
Real o no, lo cierto es que a Martí le tocó
vivir los hermosos momentos de la pubertad de la bella jovencita y bajo su
tutela paternal trató de moldear en ella a la persona ideal que su inteligente magisterio quería por
ciudadano de su país soñado.
Baste leer las cartas dirigida a ella en 1895
cuando parte rumbo a Cuba a incorporarse a la guerra por la independencia de
Cuba, estas cartas no pueden verse solo como correspondencia íntima y personal,
sino como un ideario pedagógico, un modo de cómo él quiere que fuera esta
jovencita, que no dicta mucho de los paradigmas que cada padre quiere para sus
hijos:
“¿Qué has
hecho desde que te dejé? Entre niños y enfermos y las primeras visitas habrás
tenido poco tiempo en los primeros días; pero ya estarás tranquila, cuidando
mucho a tu madre tan buena, y tratando de valer tanto como quien más valga, que
es cosa que en la mayor pobreza se puede obtener, con la receta que yo tengo para todo, que es saber más que los demás,
vivir humildemente, y tener la compasión
y la paciencia que los demás no tienen.-A mi vuelta sabré si me has
querido, por la música útil y fina que hayas aprendido para entonces: música
que exprese y sienta, no hueca y aparatosa: música en que se vea un pueblo, o
todo un hombre, y hombre nuevo y superior. Para la gente común, un poco de
música común, porque es un pecado en este mundo tener la cabeza un poco más
alta que la de los demás, y hay que hablar la lengua de todos, aunque sea ruin,
para que no hagan pagar demasiado cara la superioridad.- Pero para uno, en su
interior, en la libertad de su casa, lo puro y lo alto.-” [1]
El celo
de padre que se sale en este reclamo hermoso y dolorido:
“Estás
lejos, entusiasmada con los héroes de colorín del teatro, y olvidada de
nosotros los héroes verdaderos de la vida, los que padecemos por los demás, y
queremos que los hombres sean mejores de lo que son. Malo es vestir de saco
viejo, y de sombrero de castor: cualquier tenor bribón, con un do en la
garganta, le ocupa los pensamientos a una señorita, con tal que lleve calzas
lilas y jubón azul, y sombrero de plumas.-Ya ves que estoy celoso, y que me
tienes que contentar. Es que por el aire, que lleva y trae almas, no me han
llegado las cartas que esperaba recibir de ti.-Le hablé de ti en el camino a
una guajirita que sabe leer letra de pluma: a una huérfana de nueve años:-ahora
le llevo de regalo un libro: se lo llevo en tu nombre.-Haz tú como yo: has algo
bueno cada día en mi nombre.”[2]
La inquietud de la ausencia ante la edad y la
hermosura de la muchacha, lo llevan a estas reflexiones que no pierden vigencia con el
tiempo:
“¿Piensa
en la verdad del mundo, en saber, en querer, en saber, para poder querer,-
querer con la voluntad, y querer con el cariño? ¿Se sienta, amorosa, junto a su
madre triste? ¿Se prepara a la vida, al trabajo virtuoso e independiente de la
vida, para ser igual o superior a los que vengan luego, cuando sea mujer, a
hablarle de amores,-a llevársela a lo desconocido, o a la desgracia, con el
engaño de unas cuantas palabras simpáticas, o de una figura simpática? ¿Piensa
en el trabajo, libre y virtuoso, para que la deseen los hombres buenos, para
que la respeten los malos, y para no tener que vender la libertad de su corazón
y su hermosura por la mesa y por el vestido? Eso es lo que las mujeres
esclavas,-esclavas por su ignorancia y su incapacidad de valerse,-llaman en el
mundo “amor”. Es grande, amor; pero no es eso. Yo amo a mi hijita. Quien no la
ame así no la ama. Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento, y respeto.
¿En qué piensa mí hijita? ¿Piensa en mí?”[3]
Su
concepción del mundo y de la vida, su modo de apegarse a la sencillez de la
vida como elemento mayor de grandeza, eso trata de trasmitirlo en este párrafo
para su María:
“Es
hermoso, asomarse a un colgadizo, y ver vivir el mundo: verlo nacer, crecer,
cambiar, mejorar, y aprender en esa majestad continua el gusto de la verdad, y el
desdén de la riqueza y le soberbia a que se sacrifica; y lo sacrifica todo, la
gente inferior e inútil. Es como la
elegancia, mi María, que está en el buen gusto, y no el costo. La elegancia del vestido,-la grande y verdadera,
-está en la altivez y fortaleza del alma. Un alma honrada, inteligente y libre, da al cuerpo más elegancia, y más
poderío a la mujer, que las modas más ricas de las tiendas. Mucha tienda, poca alma. Quien tiene mucho
adentro, necesite poco afuera. Quien lleve mucho afuera, tiene poco adentro, y
quiere disimular lo poco. Quien siente su belleza, la belleza interior, no busca
afuere belleza prestada: se sabe hermosa, y la belleza echa luz. Procurará
mostrarse alegre, y agradable a los ojos, porque es deber humano causar placer
en vez de pena, y quien conoce la belleza la respeta y cuida en los demás y en
sí. Pero no pondrá en un jarrón de China un jazmín: pondrá el jazmín, solo y
ligero, en un cristal de agua clara. Esa
es la elegancia verdadera: que el vaso no sea más que la flor. Y ese
naturalidad, y verdadero modo de vivir, con piedad pare los vanos y pomposos
(…)”[4]
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