Soy
un amante de los deporte y de toda práctica física que mejore el cuerpo tanto desde lo estético, como de la salud,
sigo las grandes competiciones deportivas, la buena pelota (beisbol), empezando
por la nuestra, que es pelota “brava”, de pasiones, aunque debe mejorar, nos
hemos quedado algo atrás en conceptos técnico-táctico, organizativos y de
espectáculo, por problemas económico y de anquilosamiento mental.
Martí también gustó de los deportes, en su
época y allá en el Nueva York que conoció se practicaba mucho deporte, la gente
salía a la luz y al mar, buscando espacios para el juego y esparcimiento, para
el espíritu prisionero de tantas obligaciones. Así lo vio y así escribió.
Por eso
traigo una selección de fragmentos suyos sobre esta actividad humana, tan
necesaria y de tantas satisfacciones:
“En
estos tiempos de ansiedad de espíritu, urge fortalecer el cuerpo que ha de
mantenerlo”[1],así
reflexiona en un artículo provocado por su entusiasmo ante un juego de aparato
gimnástico que había salido al mercado de Estados Unidos.
“La gimnasia,
(…) es en verdad fábrica de vida”[2]
y recomienda que “(…) a los niños sobre todo, es preciso robustecer el cuerpo a
medida que se le robustece el espíritu”[3],
axioma hoy muy reconocido pero que en su tiempo aún estaba por ser aceptado por
las grandes mayorías.
“Es
preciso dar casa de buenos cimientos y
recias paredes al alma atormentada, o en peligro constante de tormenta. Bien es
sabido lo que dijo el latino: “Ha de tener alma robusta en cuerpo robusto”
(Mens sana in corpore sano)”[4]
Pero este hombre que resalta la importancia de
ejercitar el cuerpo no deja de indignarse ante los rasgos de violencia que
tenían y tienen muchas manifestaciones deportivas, convertidas en espectáculos
de circo romano:
“La
gente entra en el hipódromo de Madinson a oleadas, no para ver el trance de
adelanto de los hombres a un estado mental o moral sumo, sino para ver y
vitorear el trance de retroceso del hombre al bruto”[5]
En sus crónicas hay un reclamo por el ideal
clásico de los deportes, donde el ser humano compite por el honor personal y de
su pueblo, algo que dejó atrás el Comité Olímpico Internacional con las “nobles”
reformas que introdujo el catalán Juan Antonio Samaranch:
“Ni
es esta aquella garbosa lucha griega en que a los acordes de la flauta y de la
cítara, lucían sus músculos robustos y su destreza en la carrera, los hombres
jóvenes de ático, para que el viento llevase luego sus hazañas, cantadas por
los poetas, coronados de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aún eran bastante fuerte
los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Hermodio y
Aristogitón.
“Ni
son los premios de estos caminadores, como de los que se disputaban el premio
de correr en aquellas fiestas, coronas de laurel verde y fragante, o ramilla de
mirto florecido.”[6]
“Porque
no es esta porfía de los andadores como animoso estadio griego, donde ha ligero
paso, y dando alegres voces juntaban en las fiestas por ganar una rama de
laurel los bellos jóvenes de Delfos; sino fatigosa contienda de avarientos”[7]
Ya no son tiempos de la romántica entrega, cada
evento es un espectáculo seguido por millones de espectadores y junto al sano
orgullo del coterráneo vencedor, están las ansias de ganar a toda costa y a
todo costo, el peligro de la trampa, la deslealtad del doping.
Por eso es hermoso volver a esta reflexión de
Martí, en una revista que escribió para los niños:
“Antes
todo se hacía con los puños: ahora la fuerza está en saber, más que en los
puños: aunque siempre hay gente bestial en el mundo, y porque la fuerza da
salud, y porque se ha de estar pronto a pelear, para cuando un pueblo ladrón
quiera venir a robarnos nuestro pueblo. Para eso es bueno ser fuerte de cuerpo;
pero para lo demás de la vida, la fuerza está en saber mucho (…)[8]
[1]“El
Gimnasio en Casa”. Revista La América. New York, marzo de 1883. Obras
Completas, T. 8:389
[2] Ídem
[3] Ídem
[4] Ídem
[5] La
Opinión Nacional, Caracas, 22/3/1882. Obras Completas, T. 11:266
[6] La
Nación, Buenos Aires, 6/6/1884. Obras Completas, T. 9:267
[7] Ídem
[8] La Edad
de Oro. Nº 1, pág., 32
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