Para
Martí, estar lejos de la patria fue un modo de acercarse a ella, de buscarla en
el alma de los cubanos que como él habían dejado la isla querida por estar en
desacuerdo con el modo tiránico que se le gobernaba. Su estancia en el
destierro le sirvió para escuchar con orgullo los relatos de los hombres y
mujeres que vivieron los momentos gloriosos del 10 de octubre, de la Asamblea de Guaimaro o de
las cargas al machete del Camaguey, con Agramonte a la vanguardia de la
caballería legendaria. Eran cosas que le llenaban el corazón y la mente de
orgullo, por el pueblo cubano y que sirvieron para reafirmar sus convicciones
sobre la necesidad de la independencia de Cuba.
En su exilio forzoso pudo conocer con más
detenimiento la cultura forjada en el siglo XIX por esa vanguardia intelectual
de la isla, leer sobre el pensamiento del Padre Félix Varela ese adelantado, “(…)que
cuando vio incompatible el gobierno de España con el carácter y las necesidades
criollas, dijo sin miedo lo que vio, y vino a morir cerca de Cuba, tan cerca de
Cuba como pudo, sin alocarse ni apresurarse,
ni confundir el justo respeto a un pueblo de instituciones libres con la
necesidad injustificable de agregarse al pueblo extraño y distinto que no posee
lo mismo que (con) nuestro esfuerzo y nuestra calidad probada podemos llegar a
poseer”[1]
Era su preocupación mayor aquella admiración
ciega de las clases pudientes criolla por ese vecino poderoso y advertía de
forma clara y directa sobre el peligro de convertir aquella admiración en
anexión. Habla Martí de las
simpatías anexionistas de algunos y les recuerdas que Félix Varela no quiso la
anexión, pese a la admiración que sentía por lo que habían logrado los
estadounidenses.
Admiración y respeto es lo que siente Martí
por el hombre de letras y el pensador adelantado, que por su visión
anticipadora y la manera ágil y directa que tiene de enfrentar los grandes
problemas de Cuba, con energía y firmeza, llega a la conclusión de que la
solución estaba en la independencia; idea temida por los mismos burgueses
criollos que alabaron al presbítero en su cátedra del Seminario San Carlos y lo
eligieron posteriormente a las Cortes en 1821, y que en ese instante toman
distancia del patriota sincero que al igual que Cristo previó esa deserción y escribió:
“(…)
El deseo de conseguir el aura popular es el móvil de muchos que se tienen por
patriotas, (…) no hay placer mayor para un verdadero hijo de la patria como el
de hacerse acreedor a las consideraciones de sus conciudadanos por sus
servicios a la sociedad; más cuando el bien de esta exige la pérdida del aura
popular, he aquí el sacrificio más noble y más digno de un hombre de bien, y de
aquí el que desgraciadamente es muy raro”[2]
En consecuencia con esa virtud y vocación de
sacrificio de Félix Varela, José Martí dice en uno de sus cuadernos de apuntes:
“El
primero será siempre el que más desdeñe serlo”, una frase que bien
puede aplicarse a él mismo en su hazaña de unir a los cubanos por la causa de
la independencia.
Hombre de letras y rezos, de cultura
enciclopédica, rompedor de cánones y prejuicios, Varela fue el hombre que abrió
caminos en la mente de los criollos, cuando desde la cátedra de filosofía del
Seminario San Carlos, abogó por la experimentación científica, la especulación
investigativa, la enseñanza en español y la dignidad del hombre como patrón de
conducta, sus ideas espantaron al liderato criollo, temeroso de perder sus privilegios
en una lucha por la independencia.
José Martí conoce las ideas de Varela, las
tiene presente en los momentos que organiza un pueblo para conquistar la
independencia y reconoce el sacrificio del que vio primero y más lejos al
querer la emancipación de Cuba.
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