Otra vez José Martí enfrenta el rigor de la guerra, no
a las penurias de la vida en campaña que se le hace llevadera, sino a los
penosos asuntos que es llevar el orden a las filas insurrectas, el impedir que la guerra se convierta en
pretexto para cuatreros y oportunidad, que a nombre de la guerra sacian sus instintos personales.
En esto
Máximo Gómez es un Maestro, inflexible con los ladrones, asesinos y cobardes,
no le temblará la mano para el castigo ejemplarizante. Esta vez la pena de
muerte no llega a ejecutarse, la influencia noble de Martí logra el perdón para
los descarriados.
“8. -A trabajar, a una altura vecina, donde levantan el nuevo
campamento: ranchos de troncos, atados con bejuco, techados con palma. - Nos
limpian un árbol, y escribimos al pie. – (...) En la mesa, sin rumbo, funge el
consejo de guerra de Isidro Tejera, y Onofre y José de la 0 Rodríguez: los
pacíficos dijeron parte del terror en que pusieron al vecindario (...) El
consejo, enderezado de la confusión, los sentencia a muerte. Vamos al rancho
nuevo, de las alas bajas, sin paredes. - José Gutiérrez, el corneta afable que
se lleva Paquito, toca a formación. Al silencio de las filas traen los reos; y
lee Ramón Garriga la sentencia, y el perdón. Habla Gómez de la necesidad de la
honra en las banderas (...)”[1]
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