Corta
fue la estancia de José Martí en la ciudad de La Habana tras su regreso a la
misma en agosto de 1878 cuando terminada la Guerra de los Diez Años, la “Paz del Zanjón”
permite a los deportados políticos el regreso a la isla. Esta no fue en
principio la primera idea de Martí, según escribe a Mercado no quiere regresar
a un país donde se le haría imposible vivir en cuanto conocieran cuáles eran
sus ideales políticos.
Desde el punto de vista político el ambiente
habanero está saturado de las esperanzas de autonomía que prometió España tras el término de la guerra,
muchos en el país, principalmente intelectuales y personas con intereses económicos que proteger, cifran
sus augurios en la posibilidad de lograr para la isla un estatus similar a las
provincias de la península, para lo cual crearon con la aprobación de la
metrópoli el Partido Autonomista, al que se afiliaron de buena fe muchos
cubanos.
Pese a este ambiente reformista que encuentra
en la ciudad, el Martí que regresa, es un hombre convencido de que España no
hará concesiones a los cubanos y que el logro de los anhelos nacionales pasaban
por la conquista de la independencia.
La presencia de José Martí en La Habana trae
aparejados nuevos compromisos para el joven patriota, la ciudad parecía
indiferente a los males de la nación en aquel verano de 1878 cuando el vapor
Nuevo Barcelona proveniente de Honduras los deja en el puerto habanero.
José Martí escéptico en cuanto a estas
esperanzas de reformas, mantuvo frente a la mayoría reformista su punto de
vista independentista, conocedor de que las autoridades españolas jamás
consentirían en darle la libertad a la colonia de la sacaban grandes ganancias.
La presencia de José Martí en la ciudad fue
muy bien acogida por sus coterráneos y principalmente por los grupos
intelectuales criollos agrupados en los Liceos de Guanabacoa y de Regla, que lo
hicieron miembro de ambas instituciones en las que tuvo una activa
participación cultural.
En el Liceo de Guanabacoa José Martí llegó a
ser miembro de la directiva como secretario de la Sección de Literatura, que
organiza las conocidas discusiones científico literarias sobre diversos temas
en los cuales participó Martí.
Otras oportunidades tuvo el Apóstol para el
lucimiento de su oratoria erudita al hablar en el homenaje que el Liceo de
Guanabacoa le ofreció al músico cubano Rafael Díaz Albertini. En sus palabras
Martí resalta sus valores como artista y su pertenencia a una cultura forjada
en esta tierra y de la cual se manifiesta orgulloso. Esas
palabras marcaron una reacción airada del Capitán General de la Isla, Ramón Blanco, a quien se le atribuye las siguientes
palabras:
“Quiero no
recordar lo que he oído y no concebí que se dijera delante de mí, representante
del gobierno español. Voy a pensar que Martí es un loco, pero un loco
peligroso”
En otras ocasiones las palabras de Martí
resonaron en el Liceo de Guanabacoa, una de ellas para rendir homenaje al poeta
Alfredo Torroella, como él desterrado, que enfermo añoraba venir a la patria
para morir en su suelo natal, hecho que no dejó de resaltar el joven ponente
con un marcado sentido del amor a la tierra en la que se nace y los anhelos de
redención que para ella quieren sus hijos.
Fuerte es el vínculo de Martí con esta institución
en la que fue presencia obligada, participando en sus tertulias y veladas,
leyendo sus poemas, dando su criterio y cultivando la amistad de aquella buena
gente que recordará siempre al apasionado joven preocupado por los problemas de
Cuba.
De igual índole fueron sus lazos con el Liceo
de Regla desde su fundación. Inaugurado
el 10 de octubre de 1878, José Martí fue invitado a decir las palabras
centrales de esa velada, que estaba evidentemente dirigida a conmemorar el
décimo aniversario del alzamiento de los cubanos contra el dominio colonial. Su
discurso dejó huellas entre los que presenciaron el acto, eran palabras
mesuradas, llenas de símiles y recuerdos, guiadas a exaltar los valores
culturales y patrióticos de los nacidos en esta tierra, hecho que le gana la
simpatía de los gestores culturales de la idea, que muy pronto lo hicieron
socio de la nueva institución como miembro de su Sección de Instrucción.
Si el acercamiento de José Martí a estas
instituciones, en las que permanecía vivo el ímpetu nacional, fue un modo
importante para mantenerse vinculado a su pueblo; no lo es menos su constante
presencia en la vida intelectual de la ciudad, invitado a tertulias, mítines,
banquetes, reuniones literarias o simplemente invitado por las instituciones culturales.
Es muy conocida su participación en el
banquete en honor al periodista cubano Adolfo Márquez Sterling en el Hotel
Inglaterra en el que argumenta su brindis por el amigo, el cubano, pero no por
las ideas autonomistas en las que no creía.
Se ha escrito mucho sobre sus esfuerzos por
establecerse en la ciudad, ganarse la vida haciendo lo que había aprendido:
trabajando en el magisterio o como abogado, carreras que había cursado en
España, pero que sus necesidades económicas no le habían permitido comprar los
títulos correspondientes. Basadas en estas carencias de títulos las autoridades
de la isla le impidieron trabajar en algunas de estas carreras, haciéndole más
difícil la estancia en La
Habana.
El fin último de las autoridades coloniales
españolas era obligarlo a salir de Cuba ante el agobio económico que vivía; era
un “peligroso” independentista que no desaprovechaba ocasión para dejar bien
claro cuál es su criterio sobre el status colonial cubano y qué esperaba de sus
compatriotas, muchos de ellos ilusionados por las promesas de autonomía para
Cuba.
Se sabe vigilado y su paso por la ciudad se
mide por sus vínculos con otros separatistas, que lo invitan a reuniones e
intercambian criterios que van forjando una comunidad de intereses en favor de la
libertad de Cuba.
Decidido y valiente se une al movimiento
conspirativo que sucede al alzamiento de los orientales en agosto de 1879, en
lo que la Historia
de Cuba recoge como “La
Guerra Chiquita”.
Forma parte de la directiva conspirativa en La
Habana y ante el evidente desafío las autoridades españolas deciden detenerlo
el 17 de septiembre de 1879. Encarcelado recibe propuestas de las autoridades
para hacer una pública dejación de sus ideas a cambio de su permanencia en el
país, pero su intransigente respuesta de que “Martí no es de la raza vendible”,
corta todo intento de entendimiento y finalmente es deportado a España.
Muchos
amigos acuden al muelle a despedir al rebelde joven, tiene 26 años, en su alma
aprietan fuerte las penas de hombre: atrás quedan su esposa y su hijo, con
menos de un año; sus padres sufren de nuevo al verlo detenido y desterrado y su
pueblo de nuevo movido a la noble idea de ser libre y a quien el futuro no se
le presenta nada favorable por las divisiones internas, las esperanzas de los
autonomistas y el cansancio natural tras diez largos años de guerra. Para él la
decisión es ya una convicción: Cuba debe ser libre.