Apropósito de la 26
Feria Internacional del Libro de La Habana
La
década de los 90s en Cuba y sus necesidades cotidianas desempolvaron entre nosotros los cubanos un viejo oficio,
que tiene en su alquimia mucho de promotor cultural, un poco de comerciante y
otro tanto del conversador natural que hay en la persona instruida.
Reaparecía el librero con su carga de papel
impreso en aceras y viejos portales, haciéndole la contrapartida a la librería,
que a falta de nuevos títulos, vendía y compraba, en un mercado de libros que
llegó a contar hasta con su subasta.
De este instructivo “vicio” de buscar,
regatear, comprar (o no) y leer libros
viejos, nos llenamos muchos, agarrados a la esperanza de no dejarnos arrastrar por el pragmatismo de
la necesidad material, tan difícil de resolver en aquellos años y también en
estos.
Llenos de polvo, mostrando las huellas de las
lecturas pasadas, estaban los amigos de siempre, invitándonos a una nueva cita
con el cuento leído hace mucho o haciéndonos saltar ante el perseguido ejemplar
que nunca llegó a nuestras manos y ahora estaba ahí, por unos pocos pesos,
precio que era dos, tres y más veces el que tuvo originalmente durante aquellos
años del boom editorial de la
Cuba de los 60s y hasta los 80s, en que salían por miles de
las imprentas para llenar las expectativas del lector cubano.
Desde entonces me hice costumbre casi ritual,
el peregrinar cada sábado por las calzadas de “Carlos III” y “10 de Octubre”,
o simplemente detenerme en cualquier sitio en que estos amigos del saber montaban
sus muestras ambulantes. Buscaba la novedad libresca y disfrutaba el “erótico”
placer de acariciar libros raros, ediciones agotadas, mientras descubría el
autógrafo de alguien y la nota hermosa de un buen lector. Esta no solo fue
fiebre de estos años, leer y saber, es placer de gente culta que hace de estos,
hábitos necesarios y duraderos.
Así ocurrió con nuestro Martí, hombre
sorprendente por su nivel de información, sus avanzadas opiniones y altísima
cultura general, lo que unido a sus dotes humanas y políticas, lo hacen un
paradigma de hombre culto que expresó muchas veces su opinión sobre los libros
y la lectura como factores de desarrollo de un pueblo y de los individuos en
particular.
En 1889 al escribir sobre el sabio cubano
Antonio Bachiller y Morales, considerado el padre de la bibliografía cubana,
describe los paseos matinales de este, por un barrio de Nueva York, buscando
libros de uso:
“Luego de escribir
bajaba a pie, revolviendo despacio las mesas de los librovejeros[1], por si hallaba un
“tomo de Spencer que no valiera mucho” o de Darwin, “que de ningún modo le parece bien”, o de un Caselles que
anda por ahí (…) Un día compraba un “Millevoye” de Ladweat (…) Otro día llegaba
dichoso al término del viaje, que era la librería de su yerno Ponce de León,
porque en un mismo estante había encontrado la edición de Lardy de Derecho
Internacional de Blüntschli y la
Fascinación de Gula donde cuenta los mitos semejantes a los
indios de Haití el nacimiento y población de los cielos escandinavos (…)[2]
Nótese la forma de llamar al vendedor de
libros de uso, y la exaltación del placer del sabio en este encuentro con el conocimiento nuevo
que le brinda el descubrir, lo no leído o la nueva versión de lo conocido,
placer compartido por el Apóstol cubano, quien no dejó ocasión para expresar su
opinión sobre el libro como vehículo de cultura:
“Un
libro aunque se a de mente ajena, parece cosa nacida de uno mismo, y se siente
uno como mejorado y agradado con cada libro nuevo (…) Bien es que entre los
libros, porque no hay serie de objetos inanimados que no refleje las leyes y
órdenes de la naturaleza viva, hay insectos: y se conoce el libro león, el
libro ardilla, el libro escorpión, el libro sierpe. Y hay libros de cabello
rojo y lúgubre mirada (…)[3]
A los libros dedica buena parte de sus
trabajos periodísticos, desde la revista “La América” de Nueva York, en la que colabora de
forma asidua, se propone reseñar obras que fueran importantes para los pueblos
hispanoamericanos, “(…) hablamos de esos
libros que recogen nuestras memorias, estudian nuestra composición, aconsejan
el cuerdo empleo de nuestras fuerzas, fían en el definitivo establecimiento de
un formidable y luciente país espiritual americano, y tiende a la saludable
producción del hombre trabajador e independiente en un país pacífico, próspero
y artístico(...)[4]
Martí se contenta con el triunfo alcanzado por
el científico cubano Felipe Poey con su libro sobre la ictiología de Las
Antillas, premiado en Europa y elogiado en Norteamérica.
Levanta con su palabras un monumento a Antonio
Bachiller y Morales, un enciclopedista cubano, al que no duda en calificar de, “Americano apasionado, cronista ejemplar,
filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, maestro amable, literato
diligente (…) orgullo de Cuba (…) y ornato de la raza”[5]
Muchos otros autores cubanos e
hispanoamericanos son reseñados por él, cuando aparecen sus libros que
considera de utilidad pública o va cumplir un rol social importante.
Algo similar hará con los libros impresos en los
Estados Unidos o de Europa, países que
elogia por la gran cantidad y calidad de libros
que producen, señalando como un mérito para las editoriales
norteamericanas por sobre las europeas el hecho de publicar un mayor número de
libros de ciencias, “prácticos y útiles que expanden el conocimiento”.
Agudo en su juicio no se dejar seducir por la
novedad, ni el gigantismo de la sociedad estadounidense y sus artículos sobre
libros los dirige a su modesta América, necesitada de un mayor impulso en su
desarrollo y el reencontrarse con sus raíces preteridas.
“Cada libro nuevo, es
piedra nueva en el altar de nuestra raza. Libros hay sin meollo, o de mero
reflejo, que en estilo y propósito son simple exhibición en lengua de Castilla
de sistemas inmaduros, extranjeros, e introducción desdicha en nuestras tierras
nuevas, ingenuas, aún virtuosas y fragantes(…)”[6]
Sus valoraciones del libro como fuentes de
conocimiento, las comparte con las revistas que aparecen a fines del siglo XIX
en los Estados Unidos y Europa, no como prensa literaria propia de poesía u
otras formas de la literatura , sino como vehículo de divulgación científica y
cultural en general:
“Leer
una buena revista es como leer decenas de buenos libros: cada estudio es fruto
de investigaciones cuidadosas, ordenados extractos y composición hábil de
libros diversos (…)”[7]
Así vio Martí al libro, factor importante en
la expansión de la cultura, que él creyó necesario hacerla llegar a todas las
capas sociales, primero enseñándoles las primeras letras a los más humildes y
luego incentivando la aparición de bibliotecas públicas con horarios nocturnos
para permitir que “(…) vayan, como a un
hogar de alma y cuerpo en que ambos reciben amparo del frío (…)”[8]
Sus ideas en cuanto al uso del libro para el
mejoramiento humano sientan las bases para la concepción actuales de
desarrollar la cultura general integral que se impulsa en Cuba.
Sus preocupaciones porque la información más
avanzada llegue a los pueblos de América Latina y de que fuera el libro el
vehículo de transmisión cultural más importante, no ha perdido vigencia y
amerita meditar sobre este soporte de conocimiento que parece ceder ante las
nuevas tecnologías y el que siempre tendrá un espacio en la cultura humana,
tenga la forma que
tenga.
[1] Palabra que designa al
vendedor de libros viejos y que parece un neologismo de Martí
[2] Obras Completas de José
Martí. Tomo V: 150, La Habana 1975
[3] Obras Completas de José
Martí. Tomo XIII: 420, La Habana 1975
[4] Obras Completas de José
Martí. Tomo VIII: 314, La Habana 1975
[5] Obras Completas de José
Martí. Tomo V: 96, La Habana 1975
[6] Obras Completas de José
Martí. Tomo VIII: 313, La Habana 1975
[7] Obras Completas de José
Martí. Tomo XIII: 437, La Habana 1975
[8] Obras Completas de José
Martí. Tomo IV: 239, La Habana 1975
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