En
medio de tantos escándalos mediáticos relacionados con el deporte, parece
ingenuo hablar del “ideal olímpico” ese que tiene por prioridad básica la salud
mental y física del ser humano, de que se compita con honor y la meta sea ser
el mejor para dar gloria al país donde se ha nacido, siempre y cuando se haya
hecho con honestidad y teniendo por
ayuda la destreza, la fuerza física, la maestría y todos esos hermosos
atributos que adornan la espiritualidad humana.
Todo eso nació en el mundo antiguo griego y
fijaron por mucho tiempo el ideal humano, luego, como ahora llegó un momento en
el que ganar era lo más importante, no importa cómo, porque había detrás del
atleta, ahora convertido en gladiador, mucho dinero en juego y ya no era el
laurel, ni la gloria olímpica la máxima aspiración del atleta.
Así lo vio José Martí en sus crónicas desde
Nueva York, reseñando las famosas “Carrera de premio”, una competición donde
cientos de atletas “como caballos” recorrían el estadio 200 o 500 millas, según
lo pactado, día y noche, con pocos intervalos para beber, comer y hacer alguna
necesidad fisiológica, hasta que se completara la distancia, su reprobación era
evidente:
“(...)
fatigosa contienda de avarientos, que dan sus espantables angustias como cebo a
un público enfermizo, que a manos llenas vacía a las puertas del circo los
dineros de entrada que han de distribuirse después los gananciosos”[1]
No hay en ningún momento
simpatía por lo que ve, sino tristeza y un
algo de vergüenza por la condición humana.
En cuatro extensos trabajos en menos de una
década, José Martí se acercar a un mismo fenómeno de masas y en donde predomina
una constante, la condena a la barbarie inicua de rebajar y destruir al hombre
por dinero, porque no “(...)es esta aquella garbosa lucha griega en
que a los acordes de la flauta y de la cítara, lucían en las hermosas fiestas
panateneas sus músculos robustos y su destreza en la carrera, los hombres
jóvenes del ático, para que el viento llevase luego sus hazañas cantada por los
poetas, coronados de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aún eran
bastante fuerte los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Harmodio
y Aristogitón”(...)”[2]
La comparación con las competencias de la Grecia Clásica le
sirven para mostrar la caída moral del hombre cuando se rebaja al papel de
animal de carrera y por eso los constantes cotejos de estos corredores con
animales son comunes en estos comentarios, “(...) estos jayanes andan pesadamente, (...)comen
dando vuelta como perro famélico que
huye con la presa entre los dientes,(...)se arrastran como jacos de posta, sudorosos y latigueados,(...)por unos cuantos
dineros, a cuyo sonido, al rebotar sobre los mostradores de la entrada,
aligeran y animan su marcha”[3]
Y vuelve el pensamiento del
humanista a ese idealizado mundo clásico al comprender cuan alejado del
espíritu humano está este espectáculo porque no “(...) son los premios de estos caminadores, como de los que se
disputaban el premio de correr en
aquellas fiestas coronadas de laurel verde y fragante, o ramillas de mirto
florecido”[4]
Salvando la distancia y el tiempo, puede hacerse un
simil con estas olimpiadas que desde 1992 fueron convirtiéndose en un negocio
rentable para sus organizadores y sus patrocinadores en busca del sonido de las
monedas al rebotar en sus bolsillos.
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