José Martí. Autor Raúl Martínez
«No somos los cubanos ese pueblo de vagabundos míseros
o pigmeos inmorales que “The Manufacturer” le place describir…»
José Martí
En la década de los 80 del siglo XIX cobraron
auge en los Estados Unidos y en algunos sectores de la burguesía criolla en
Cuba las intenciones anexionistas que históricamente formaron parte de las
ideas de esto sectores en ambos lados del estrecho de La Florida. En 1888 había
llegado a la presidencia de Estados Unidos Benjamín Harrinson a cuya sombra está
el influyente político James Blaines
quien fuera nombrado Secretario de Estado
de su gobierno.
Los intereses anexionistas con respecto a
América Latina y con Cuba en particular estaban entre las prioridades de este
político y los intereses que tras él se movían.
En medio de estas circunstancias, el periódico
“The Manufacturer” de Filadelfia, publicó el 16 de marzo de 1889 un artículo
titulado “¿Queremos a Cuba?”[1]
En el cual se argumenta en contra de la posible compra de Cuba por el
gobierno yanqui, cosa que se insistía podía ocurrir y era alentado por poderoso
sectores en Estados Unidos y en Cuba.
Argumentaba el periódico que los españoles que
vivían en la isla no estaban preparados para ser ciudadanos norteamericanos y
que los cubanos era un pueblo compuesto
en su mayoría por negros situados al nivel de la barbarie y unían a los
defectos heredados de España el afeminamiento, la aversión al trabajo, la
carencia de fuerza viril y de respeto personal, además de ser incapaces para el
gobierno propio, y cierra sus insultantes argumentos el columnista ofreciendo
como posibilidad para que la anexión fuera posible, la americanización de Cuba,
llenándola de ciudadanos estadounidenses.[2]
Este artículo dio lugar a otros en la prensa
de Nueva York, “Una opinión proteccionista sobre la anexión a Cuba”[3]
que apoyaba y reiteraba los argumentos anteriores.
La numerosa colonia cubana del este de los
Estado Unidos recibió con rechazo tales muestras de desprecio y tuvo su
satisfacción con la dignísima respuesta que el 25 de marzo del propio año le
dirigiera José Martí al “The Everning Post” bajo el título de “Vindicación de Cuba”
Martí va rebatiendo una por una todas las
argumentaciones racistas de ambos periódico con razones contundentes y análisis
profundos y dejando bien en claro que los patriotas dignos y honrados “no
desean la anexión de Cuba a los Estados Unidos”.
Desde mucho tiempo antes José Martí era
consciente del peligro que representaba para el pueblo de Cuba las pretensiones
de los anexionistas, de dentro y de fuera, y llamó a cerrarle el paso con
unidad y decisión para alcanzar el objetivo supremo de la independencia.
Les propongo la lectura del artículo de José
Martí:
Sr. Director de The Evening Post.
Señor:
Ruego a usted que me permita referirme en sus columnas a la ofensiva
crítica de los cubanos publicada en The Manufacturer de Filadelfia, y
reproducida con aprobación en su número de ayer. No es éste el momento de
discutir el asunto de la anexión de Cuba. Es probable que ningún cubano que
tenga en algo su decoro desee ver su país unido a otro donde los que guían la
opinión comparten respecto a él las preocupaciones sólo excusables a la
política fanfarrona o la desordenada ignorancia. Ningún cubano honrado se
humillará hasta verse recibido como un apestado moral, por el mero valor de su
tierra, en un pueblo que niega su capacidad, insulta su virtud y desprecia SU
carácter. Hay cubanos que por móviles respetables, por una admiración ardiente
al progreso y la libertad, por el presentimiento de sus propias fuerzas en
mejores condiciones políticas, por el desdichado desconocimiento de la historia
y tendencias de la anexión, desearían ver la Isla ligada a los Estados Unidos.
Pero los que han peleado en la guerra, y han aprendido en los destierros; los que han levantado, con el
trabajo de las manos y la mente, un hogar virtuoso en el corazón de un pueblo
hostil; los que por su mérito reconocido como científicos y comerciantes, como
empresarios e ingenieros, como maestros, abogados, artistas, periodistas,
oradores y poetas, como hombres de inteligencia viva y actividad poco común se
ven honrados dondequiera que ha habido ocasión para desplegar sus cualidades, y
justicia para entenderlos; los que, con sus elementos menos preparados,
fundaron una ciudad de trabajadores donde los Estados Unidos no tenían antes
más que unas cuantas casuchas en un islote desierto ; ésos, más numerosos que los otros, no desean la anexión
de Cuba a los Estados Unidos. No la necesitan. - Admiran esta nación, la más
grande de cuantas erigió jamás la libertad; pero desconfían de los elementos
funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta República
portentosa su obra de destrucción. Han hecho de los héroes de este país sus
propios héroes, y anhelan el éxito definitivo de la Unión Norte-Americana, como
la gloria mayor de la humanidad; pero no pueden creer honradamente que el individualismo
excesivo, la adoración de la riqueza, y el júbilo prolongado de una victoria
terrible, estén preparando a los Estados Unidos para ser la nación típica de la
libertad, donde no ha de haber opinión basada en el apetito inmoderado de
poder, ni adquisición o triunfos contrarios a la bondad y a la justicia. Amamos
a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cuttíng.
No somos los cubanos ese pueblo de vagabundos
míseros o pigmeos inmorales que a The Manufacturer le place describir; ni el
país de inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio,
que, junto con los demás pueblos de la América española, suelen pintar viajeros
soberbios y escritores. Hemos sufrido impacientes bajo la tiranía; hemos
peleado como hombres, y algunas veces como gigantes, para ser libres; estamos
atravesando aquel periodo de reposo turbulento, lleno de gérmenes de revuelta,
que sigue naturalmente a un período de acción excesiva y desgraciada; tenemos
que batallar como vencidos contra un
opresor
que nos priva de medios de vivir, y favorece, en la capital hermosa que visita
el extranjero, en el interior del país, donde la presa se escapa de su garra,
el imperio de una corrupción tal que llegue a envenenarnos en la sangre las
fuerzas necesarias para conquistar la libertad. Merecemos en la hora de nuestro
infortunio, el respeto de los que no nos ayudaron cuando quisimos sacudirlo.
Pero, porque nuestro gobierno haya permitido
sistemáticamente después de la guerra el triunfo de los criminales, la ocupación
de la ciudad por la escoria del pueblo, la ostentación de riquezas mal habidas
por un miríada de empleados españoles y sus cómplices cubanos, la conversión de
la capital en una casa de inmoralidad, donde el filósofo y el héroe viven sin
pan junto al magnífico ladrón de la metrópoli; porque el honrado campesino,
arruinado por una guerra en apariencia inútil, retorna en silencio al arado que
supo a su hora cambiar por el machete: porque millares de desterrados,
aprovechando una época de calma que ningún poder humano puede precipitar hasta
que no se extinga por sí propia, practican, en la batalla de la vida en los
pueblos libres, el arte de gobernarse a sí mismos y de edificar una nación; porque
nuestros mestizos y nuestros jóvenes de
ciudad son generalmente de cuerpo delicado, locuaces y corteses, ocultando bajo
el guante que pule el verso, la mano que derriba al enemigo, ¿se nos ha de
llamar, como The Manafacturer nos llama, un pueblo “afeminado”? Esos jóvenes de
ciudad y mestizos de poco cuerpo supieron levantarse en un día contra un
gobierno cruel, pagar su pasaje al sitio de la guerra con el producto de su
reloj y de sus dijes, vivir de su trabajo mientras retenía sus buques el país
de los libres en el interés de los enemigos de la libertad, obedecer como
soldados, dormir en el fango, comer raíces, raíces, pelear diez años sin paga,
vencer al enemigo con una rama de árbol, morir-estos hombres de diez y ocho
años, estos herederos de casas poderosas, estos jovenzuelos de color de
aceituna-de una muerte de la que nadie debe hablar sino con la cabeza
descubierta; murieron como esos otros hombres nuestros que saben, de un golpe
de machete, echar a volar una cabeza, o de una vuelta de la mano, arrodillar a
un toro. Estos cubanos “afeminados” tuvieron una vez valor bastante para llevar
al brazo una semana, cara a cara de un gobierno despótico, el luto de Lincoln.
Los cubanos, dice The Manufacturer, tienen
“aversión a todo esfuerzo”, “no se saben valer”, “son perezosos”. Estos “perezosos” que “no se
saben valer”, llegaron aquí hace veinte años con las manos vacías, salvo pocas excepciones; lucharon contra el
clima; dominaron la lengua extranjera; vivieron de su trabajo honrado, algunos
en holgura, unos cuantos ricos, rara vez en la miseria: gustaban del lujo, y trabajaban
para él: no se les veía con frecuencia en las sendas oscuras de la vida:
independientes, y bastándose a sí propios, no temían la competencia en
aptitudes ni en actividad: miles se han vuelto, a morir en sus hogares: miles
permanecen donde en las durezas de la vida han acabado para triunfar, sin la
ayuda del idioma amigo, la comunidad religiosa ni !a simpatía de raza. Un
puñado de trabajadores cubanos levantó a Cayo Hueso. Los cubanos se han
señalado en Panamá por su mérito como artesanos en los oficios más nobles, como
empleados, médicos y contratistas. Un cubano, Cisneros, ha contribuido
poderosamente al adelanto de los ferrocarriles y la navegación de ríos de
Colombia. Márquez, otro cubano, obtuvo, como muchos de sus compatriotas, el
respeto del Perú como
comerciante eminente. Por todas partes viven los cubanos, trabajando como
campesinos, como ingenieros, como agrimensores, como artesanos, como maestros,
como periodistas. En Filadelfia, The Manufacturer tiene ocasión diaria de ver a
cien cubanos, algunos de ellos de historia heroica y cuerpo vigoroso, que viven
de su trabajo en cómoda abundancia. En New York los cubanos son directores en
bancos prominentes, comerciantes prósperos, corredores conocidos, empleados de
notorios talentos, médicos con clientela del país, ingenieros de reputación
universal, electricistas, periodistas, dueños de establecimientos, artesanos.
El poeta del Niágara es un cubano, nuestro Heredia. Un cubano, Menocal, es jefe
de los ingenieros del canal de Nicaragua. En Filadelfia mismo, como en New
York, el primer premio de les Universidades he sido, más de una vez, de los
cubanos. Y las mujeres de estos “perezosos”, “que no se saben valer”, de estos
enemigos de “todo esfuerzo”, llegaron aquí recién venidas de une existencia
suntuosa, en lo más crudo del invierno: sus maridos estaban en le guerra,
arruinados, presos, muertos: la “señora” se puso a trabajar; la dueña de
esclavos se convirtió en esclava; se sentó detrás de un mostrador; cantó en les
iglesias; ribeteó ojales por cientos; cosiendo a jornal; rizó plumas de
sombrerería; dio su corazón el deber; marchitó su cuerpo en el trebejo: ¡éste
es el pueblo “deficiente en moral”!
Estamos
“incapacitados por la naturaleza y la experiencia pero cumplir con las
obligaciones de le ciudadanía de un país grande y libre”. Esto no puede decirse
en justicia de un pueblo que posee junto con la energía que construyó el primer
ferrocarril en los, dominios españoles y estableció contra un gobierno tiránico
todos los recursos de le civilización- un conocimiento realmente notable del
cuerpo político, una aptitud demostrada pare adaptarse a sus formas superiores,
y el poder, raro en las tierras del trópico, de robustecer su pensamiento y podar su lenguaje. La pasión por la
libertad, el estudio serio de sus mejores enseñanzas; el desenvolvimiento del
carácter individual en el destierro y en su propio país, las lecciones de diez
años de guerra y de sus consecuencias múltiples, y el ejercicio práctico de los
deberes de la ciudadanía en los pueblos libres del mundo, han contribuido, a pesar de todos
los antecedentes hostiles, a desarrollar en el cubano una aptitud pura el
gobierno libre tan natural en él, que lo estableció, aun con exceso de
prácticas, en medio de la guerra, luchó con sus mayores en el afán de ver
respetadas las leyes
de la libertad, y arrebató el sable, sin consideración ni miedo, de las menos
de todos los pretendientes militares, por gloriosos que fuesen. Parece que hay en le mente cubana una dichosa
facultad de unir el sentido a la
pasión, y la moderación a la exuberancia. Desde principios del siglo se han
venido consagrando nobles maestros a explicar con su palabra, y practicar en su
vida, la
abnegación y tolerancia inseparables de la libertad. Los que hace diez años
ganaban por mérito singular los primeros puestos en las Universidades europeas,
han sido saludados, al aparecer en el Parlamento español, como hombres de
sobrio pensamiento y de oratoria poderosa. Los conocimientos políticos del
cubano común se comparan sin desventaja con ras del ciudadano común de los
Estados Unidos. La ausencia absoluta de intolerancia religiosa, el amor del
hombre a la propiedad adquirida con el trabajo de sus manos, y la familiaridad
en práctica y teoría con las leyes y procedimientos de la libertad, habituarán
al cubano para reedificar su patria sobre las ruinas en que la recibirá de sus
opresores. No es de esperar, para honra de la especie humana, que la nación que
tuvo la libertad por cuna, y recibió durante tres siglos la mejor sangre de
hombres libres, emplee el poder amasado de este modo para privar de su libertad
a un vecino menos afortunado.
Acaba The Manufacturer diciendo “que nuestra
falta de fuerza viril y de respeto propio está demostrada por la apatía con que
nos hemos sometido durante tanto tiempo a la opresión española”, y “nuestras
mismas tentativas de rebelión han sido tan infelizmente ineficaces, que apenas
se levantan un poco de la dignidad de una farsa”. Nunca se ha desplegado
ignorancia mayor de la historia y el carácter que en esta ligerísima
aseveración. Es preciso recordar, para no contestarla con amargura, que más de
un americano derramó su sangre a nuestro lado en una guerra que otro americano
había de llamar “una farsa”. ¡Una farsa, la guerra que ha sido comparada por
los observadores extranjeros a una epopeya, el alzamiento de todo un pueblo, el
abandono voluntario de la riqueza, la abolición de la esclavitud en nuestro
primer momento de la libertad, el incendio de nuestras ciudades con nuestras
propias manos, la creación de pueblos y fábricas en los bosques vírgenes, el
vestir a nuestras mujeres con los tejidos de los árboles, el tener a raya, en
diez años de esa vida, a un adversario
poderoso, que perdió doscientos mil hombres a manos de un pequeño ejército de
patriotas, sin más ayuda que la naturaleza.! Nosotros no teníamos hessíanos, ni
franceses, ni Lafayette o Steuben, ni rivalidades de rey que nos ayudaran:
nosotros no teníamos más que un vecino que “extendió los límites de su poder y
obró contra la voluntad del pueblo” para favorecer a los enemigos de aquellos
que peleaban por la misma carta de libertad en que él fundó su independencia:
nosotros caímos víctimas de las mismas pasiones que hubieran causado la caída
de los Trece Estados, a no haberlos unido el éxito, mientras que a nosotros nos
debilitó la demora, no demora causada por la cobardía, sino por nuestro horror
a la sangre, que en los primeros meses de la lucha permitió al enemigo tomar
ventaja irreparable, y por una confianza infantil en la ayuda cierta de los
Estados Unidos : “¡No han
de vernos morir por la libertad a sus propias puertas sin alzar una mano o
decir una palabra para dar un nuevo pueblo libre al mundo!” Extendieron “los
límites de su poder en deferencia a España”.
No alzaron la mano. No dijeron la palabra.
La
lucha no ha cesado. Los desterrados no quieren volver. La nueva generación es
digna de sus padres. Centenares de hombres han muerto después de la guerra en
el misterio de las prisiones. Sólo con la vida cesará entre nosotros la batalla
por la libertad. Y es la verdad triste que nuestros esfuerzos se habrían, en
toda probabilidad, renovado con éxito, a no haber sido, en algunos de nosotros,
por la esperanza poco viril de los anexionistas, de obtener libertad sin
pagarla a su precio, y por el temor justo de otros, de que nuestros muertos,
nuestras memorias sagradas,
nuestras ruinas empapadas en sangre, no vinieran a ser más que el abono del
suelo para el crecimiento de una planta extranjera, o la ocasión de una burla
para The Monutacturer de Filadelfia.
Soy de usted, señor Director, servidor atento.
José Martí
New
York, 21 de marzo de 1889
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