lunes, 26 de marzo de 2018

EL MANIFIESTO DE MONTECRISTI




El 25 de marzo de 1895 en la pequeña ciudad dominicana de Montecristi nuestro José Martí redacta una proclama dirigida al pueblo de Cuba donde quedan puntualizados las razones para luchar por la independencia y asegurar un futuro digno para todos los cubanos. A una nación que nace y que ya ha dado prueba de existir con vigor y razón, es a la que convoca José Martí en su célebre Manifiesto de Montecristi.

Nación de pueblo mestizo forjada en la fragua trasculturada de tres siglos de coloniaje y explotación de mano de obra negra y esclava, ya tiene este final del siglo decimonónico una personalidad propia contradictoria y variopinta, que hace temer a unos y sentirse extraños a otros dentro de este conglomerado social que de todos modos ha madurado y pugna por ser libre.

 Cuba era en el período de entre-guerras una fragua de ideas moviéndose entre dos polaridades de pensamiento político, por una parte el radical independentismo que ya ha dado pie al levantamiento de un pueblo por su libertad y que ahora reposa de forma turbulenta y crítica en la emigración combativa que espera y en la Cuba profunda de los campos y los humildes que conoce de la espera por una nueva clarinada. En el otro extremo la recurrente idea autonomista, versión nueva del viejo reformismo burgués que espera prosperidad y reconocida personalidad política, bajo la corona del león ibérico.

 Penden sobre la isla dos peligros reales, producto de problemas no resueltos por el colonialismo, la esclavitud infamante sostenedora de la riqueza de una poderosa clase oligárquica, conciente de su personalidad nacional, pero temerosa de perder sus caudales y las pretensiones anexionistas de la república yanqui alimentadas por el egoísmo de esta misma clase, que por proteger sus caudales y privilegios prefiere olvidar sus naturales sueños de libertad y autodeterminación.

 La ilusión pasajera de leyes moderadas que dieran a las clases dominantes en Cuba el status de provincia española, se desvanece en menos de una década, decantando posiciones de una buena parte de la intelectualidad y la clase media de la isla, que desengañados vuelven a la primigenia idea del independentismo.

 En este período fecundo y presagiante las autoridades españolas resuelven de forma institucional (1886), el problema que los independentista ya habían resuelto de modo práctico desde la Guerra Grande: la libertad de los esclavos.

 Comenzó un pulseo fuerte entre las dos tendencias políticas de la isla por ganar el favor del negro: si bien España concedió, tras intensa lucha de las masas negras, determinados derechos civiles a los sectores de color; las fuerzas independentistas consiguieron la mayoritaria adhesión de estos, con un programa que le daba la plena igualdad social en una República, “con todos y para el bien de todos”.

 Este panorama socio-político en la Cuba de la “tregua fecunda”, hicieron valorar a José Martí que las condiciones para el reinicio de la guerra por la independencia  estaban creadas y la población lista para emprender una Revolución que terminara con el coloniaje, impidiera las pretensiones de anexión de los norteamericanos y alcanzara una República de igualdad y respeto para todos.
 Era la República ideal que aliviaría los males de la nación y la pondría con justicia en el concierto de las naciones libres, al tiempo que desempeñaba un papel de protagónico equilibrio entre las dos Américas: La prepotente y pujante del norte y la mestiza y pobre del sur.

¿Estaba la nación preparada para ello?

¿Veía el pueblo en la Revolución que se iniciaba, algo más que la anhelada separación de España?

¿Habían desaparecidos las contradicciones y prejuicios en un pueblo, donde aún se escuchaba el eco del látigo?

Estas y otras muchas interrogantes podrían definir el devenir histórico de la nación en el que una sociedad se empeñó en realizar su sueño posible.

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