El 25 de marzo de 1895 en la pequeña ciudad
dominicana de Montecristi nuestro José Martí redacta una proclama dirigida al
pueblo de Cuba donde quedan puntualizados las razones para luchar por la
independencia y asegurar un futuro digno para todos los cubanos. A una nación
que nace y que ya ha dado prueba de existir con vigor y razón, es a la que
convoca José Martí en su célebre Manifiesto de Montecristi.
Nación de pueblo mestizo forjada en
la fragua trasculturada de tres siglos de coloniaje y explotación de mano de
obra negra y esclava, ya tiene este final del siglo decimonónico una
personalidad propia contradictoria y variopinta, que hace temer a unos y
sentirse extraños a otros dentro de este conglomerado social que de todos modos
ha madurado y pugna por ser libre.
Cuba era
en el período de entre-guerras una fragua de ideas moviéndose entre dos
polaridades de pensamiento político, por una parte el radical independentismo
que ya ha dado pie al levantamiento de un pueblo por su libertad y que ahora
reposa de forma turbulenta y crítica en la emigración combativa que espera y en
la Cuba profunda
de los campos y los humildes que conoce de la espera por una nueva clarinada.
En el otro extremo la recurrente idea autonomista, versión nueva del viejo
reformismo burgués que espera prosperidad y reconocida personalidad política,
bajo la corona del león ibérico.
Penden
sobre la isla dos peligros reales, producto de problemas no resueltos por el
colonialismo, la esclavitud infamante sostenedora de la riqueza de una poderosa
clase oligárquica, conciente de su personalidad nacional, pero temerosa de
perder sus caudales y las pretensiones anexionistas de la república yanqui
alimentadas por el egoísmo de esta misma clase, que por proteger sus caudales y
privilegios prefiere olvidar sus naturales sueños de libertad y
autodeterminación.
La
ilusión pasajera de leyes moderadas que dieran a las clases dominantes en Cuba
el status de provincia española, se desvanece en menos de una década,
decantando posiciones de una buena parte de la intelectualidad y la clase media
de la isla, que desengañados vuelven a la primigenia idea del independentismo.
En este
período fecundo y presagiante las autoridades españolas resuelven de forma
institucional (1886), el problema que los independentista ya habían resuelto de
modo práctico desde la
Guerra Grande: la libertad de los esclavos.
Comenzó
un pulseo fuerte entre las dos tendencias políticas de la isla por ganar el
favor del negro: si bien España concedió, tras intensa lucha de las masas
negras, determinados derechos civiles a los sectores de color; las fuerzas
independentistas consiguieron la mayoritaria adhesión de estos, con un programa
que le daba la plena igualdad social en una República, “con todos y para el
bien de todos”.
Este
panorama socio-político en la
Cuba de la “tregua fecunda”, hicieron valorar a José Martí
que las condiciones para el reinicio de la guerra por la independencia estaban creadas y la población lista para emprender
una Revolución que terminara con el coloniaje, impidiera las pretensiones de
anexión de los norteamericanos y alcanzara una República de igualdad y respeto
para todos.
Era la República ideal que
aliviaría los males de la nación y la pondría con justicia en el concierto de
las naciones libres, al tiempo que desempeñaba un papel de protagónico
equilibrio entre las dos Américas: La prepotente y pujante del norte y la
mestiza y pobre del sur.
¿Estaba la nación preparada para ello?
¿Veía el pueblo en la Revolución que se
iniciaba, algo más que la anhelada separación de España?
¿Habían desaparecidos las contradicciones y
prejuicios en un pueblo, donde aún se escuchaba el eco del látigo?
Estas y otras muchas interrogantes podrían
definir el devenir histórico de la nación en el que una sociedad se empeñó en
realizar su sueño posible.
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