José
Lezama Lima (1910-1976)
Hay
escritores cuyos nombres son populares por la repetición de su nombre en boca
de los críticos, todo el mundo los conoce porque ven sus fotos en portadas de
revistas, periódicos y libros, pero preguntado el gran público sobre él, muchos
confesarán que no los han leído, o que no los entienden y hasta habrá quienes
llenarán su vació con una disertación repetitiva escrita por otros.
Eso ocurre con José Lezama Lima un grande de
las letras cubanas, apegado a su cultura y universal por sus escritos, llenos
de ese mundo tan de él, erudito, sarcástico, lleno de claves, pero certero para caracterizar a otros que le precedieron de una forma distinta y
poético, estoy hizo ante una pregunta del periodista Félix Guerra y dejó esta
semblanza de José Martí, que debe ser un reto para quienes la traduzcan y
traten de leerla en otro idioma, pero que
retrata al Apóstol como pocos:
«Martí es un vecino arropado de los senderos, un solitario que
mira de frente y se abanica con palmas. Una levita olorosa a camino, a monte, a
ciervo que busca amparo, a banderón de la entrada. Su mentón huidizo carece de
importancia, porque vive bajo un follaje bigotudo. Es una persona intensa,
olvidada de los espejos. Crece duplicándose desde la barbilla a la frente,
donde redoblan faldas y palmares. El mar es un apócope de su persona y él es un
aféresis bien pensado del mártir. La suma amplitud de su patriotismo se
ensancha con la magnitud del hueso frontal y algunas occipitaciones de fondo.
Ojo de mirar profundo, aunque no oscuro, penetrante, aunque sin filo, perfila
una sinuosa búsqueda sin sombrero sobre la tierra. Se entrega, con cariño
manifiesto, manosea, acaricia de cerca, exhibe dedos irrefragables, se acoda,
escucha, percibe, riposta. Y entre ambos, platicador y platicado, abulta una
enredadera de tilos y cundiamores, saúcos y buganvillas, hasta que amanece y
las crepitaciones se rinden incondicionales al verbo. ¡Qué mansa inmensidad,
qué furiosa dulzura! Adereza palabras inefables para alabar virtudes y anatemas
espantosos para azotar pecados. Aunque nunca se detuvo en ninguna mejilla con
el látigo en la mano. La sátira o la ironía, raramente mordaz, se tendían como
puente imperceptible o como rosa de enero. En el rostro le jugaba una sonrisa,
leve, no de alegría ni por chistes o bromas (aunque sí parece que se podía
constatar su eventual sentido del humo), sino por una dulcedumbre tristeza de
amor que se alelaba en el aire, entraba a los pulmones, planeaba como hoja de
otoño, se dejaba atrapar, silbaba otro poco y luego iba a buscar nido al
anochecer. Nunca nadie fue igual, tanto en días de vendimia como de vivaqueo.
Fue un peregrino en movimiento, abandonado a ratos y a ratos oculto de su
propio parapeto cervical. Su ternura se alimentaba de un encantado manto
freático, en territorios ubicados al sur y al norte. Al viajar, alternando
miradas de águila y de paloma, le crecieron nuevas ramas y raíces, como al ser
destinado por los aleros para meditar en las más agudas y suaves aristas
materiales. Era un coloso colosal. Aunque el estilo griego, no por la estatura
sino por la figura. Su esqueleto fibroso dimensionaba dentro del traje y
desbordaba la elocuencia de las diversas locaciones. Rimaba estrella con
locura, mientras advertía el remanso de las expansiones y la demencia de las
lejanías. No fue ciertamente hombre para vivir atribulándose hasta los 70, ni
para fallecer durmiendo en un catre o hamaca, sino, paradójicamente, para
atacar con un arma que no dispara y cabalgar hacia un enemigo que ama más que
aborrece, que desea más redimir que derribar…»[1]
[1]Tomado del libro "Para leer debajo de un sicomoro" que
contiene una serie de entrevistas que Félix Guerra le hizo a Lezama Lima
en la década del sesenta sobre diferentes temas.
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