Desde
1895 esta fecha marca un momento importante en la historia de la nación
cubana, sobre el medio día, con el sol
alto y en medio de un paisaje agreste caía el más imprescindible de los
cubanos, el que había ahondado en el ser nacional y encontrado sus esencias, el
comodín de los oportunistas, el alentador de toda causa justa, el que sigue
asustando a los moderados de entonces y de ahora, el que amó más y solo quiso
en cambio un ramo de flores y una bandera.
Para el ser cubano, irreverente y poco dado a
la solemnidad, este hombre ha crecido desde la cubanía de cada uno de nosotros
como el paradigma, el que todos queremos, el merecedor de nuestro respeto y al
que a veces acudimos como la tabla de salvación de las esencias.
Para mi generación, la que creció con la
Revolución y lo vimos crecer en nuestros actos, se nos hizo el heroico hacedor
de lo necesario, el hombre con una frase para cada circunstancias, pero un poco
en el pasado, más cuando soñábamos con un “futuro luminoso”, idealizado e
hipócrita, donde todos seríamos iguales, pero no con nuestras diferencias, sino
igualados por la ideología y la ética de la “perfección comunista”. Tuvimos que
traerlo a nuestro lado, ahondar las lecturas, apartar los dioses rotos y
afincarnos en nuestro “José de los cubanos”.
Valió entonces la pena morir en Dos Ríos,
perdona nuestros olvidos, acompáñanos en este andar azaroso y no permita que
volvamos a creer que la historia se reinventa a nuestra conveniencia para
forzar un futuro, que será, con nosotros o sin nosotros, pero no sin ti.
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