Para
los que como yo frisamos los sesenta años y nos formamos bajo los principios
éticos de la Revolución Cubana estos son días tristes, porque cada vez que
escuchamos sobre una “explosión” en una empresa, una institución o una simple
unidad de la gastronomía y los servicios, fundamentalmente si esta dispone de grandes recursos y opera en divisa
o goza de prestigio, nos da vergüenza y nos cuestionamos tantos años de
sacrificios y entrega, para realizar un sueño de justicia social.
Son “explosiones” de vergüenza porque lo que
se expande es el mal manejo de los recursos del estado, el robo descarado de
los fondos recaudados y que debían servir para hacer crecer nuestro deprimido
país; el enriquecimiento ilícito, la ostentación onerosa de los bienes mal habidos
y una vida de corruptela que lacera el “derecho” de las mayorías asalariadas y
viviendo al límite, porque los salarios apenas alcanzan para comer y sin
embargo estos “señores” viven a lo grande con el dinero que roban.
En días como estos en que la “vanguardia
revolucionaria” (de cualquier edad, credo y color) quiere poner en su lugar y
rescatar a la REVOLUCIÓN en la que yo creo, dentro de la cual me eduqué y en la
cual participo; siento un poco de desorientación y tristeza, porque los
corruptos no son marginales mal educados
vistos con desconfianza, sino esos “nuevos ricos” que encalaron a sus puestos
en contubernios familiares, favores de cama, compraventas de puestos e
influencias o fidelidades oscuras, con un toque de familia mafiosa, que no se
ve pero que tiene poder e influencia.
Ellos se encubre, se creen intocables y cuando
la realidad revolucionaria toca a sus puertas y tiene que responder por sus
delitos se trasmutan en “disidentes”,
“anticastristas” o “víctimas del régimen”.
¿Quién
los controló? ¿Quién les dio poder y recurso? ¿Quién responde? ¿Por qué el
silencio y el síndrome del secretismo ante semejante crimen?
De arriba abajo, el que delinca, que responda
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