miércoles, 30 de mayo de 2018

EL BARROCO CRIOLLO

La Habana, autor René Portocarrero



El siglo XVIII es el siglo barroco en Cuba y fundamentalmente de La Habana, tanto en las artes como en la construcción, será este estilo el que defina las normas e ideas que llegan un poco tardías pero que influyen grandemente en la sociedad criolla que adapta lo barroco a sus condiciones insulares, tanto en lo material como en lo espiritual.
 En la arquitectura el barroco cubano tiene características muy propias dadas por los materiales de construcción de que se dispone, principalmente piedras que por su fragilidad no podrían ser trabajada con la exhuberancia propia del barroco en otras latitudes, y además el clima y las condiciones geográficas en general que hacen necesario adaptaciones que en el orden práctico eran muy sui géneris.
 En La Habana la caliza conchífera de los arrecifes costeros de Cuba, conocidas como “piedra de Jaimanita”, es el material principal para las construcciones civiles y militares. Cortada en grandes bloques, esta piedra permite solo un sobrio tallado y con el tiempo se torna de un color oscuro musgoso que va muy bien con el carácter del estilo barroco.
 Predomina en el barroco habanero las líneas curvas e interrumpidas, el contraste de  luz y sombra determinado por la sinuosidad de las concavidades de las fachadas, completando el conjunto con los variados arcos y el predominio del medio punto adornado con lucetas de colores, que hace de la luz una fiesta en estos sobrios edificios.
 La Habana vive un auge constructivo en la medida que se acentúa el auge económico de la colonia y en especial de su capital. Dentro del recinto amurallado que define a la ciudad contrastan las opulentas y sólidas construcciones de los pudientes, con las huertas, terrenos baldíos y casa más humildes de su mayoritaria y heterogénea población.
 La casa residencial del criollo adinerado define su planta en este período. Evolucionando desde el siglo anterior a partir del mudejar español y las necesidades de la isla, la casa colonial criolla, agrega en su exterior el corredor de su fachada sostenido por grandes columnas de piedra.
 Casa señorial de dos plantas y con un piso intermedio (entresuelo), grandes balcones en la planta alta a lo largo de la fachada y otros breves en los entresuelos.
 Los balaustres de balcones y escaleras son de madera torneada, al igual que el enrejado de las grandes ventanas. Las puertas claveteadas y fuertes completan la carpintería de una casa que sigue teniendo el recogimiento e intimidad del siglo XVII.
 El patio central define esta casa, a él se abre las habitaciones y las galerías interiores centrando la vida doméstica de la vivienda.
 A lo largo del siglo se construyen nuevas iglesias y conventos sobresaliendo la iglesia de San Ignacio que los jesuitas construyen en la plazuela de la Cienaga, iniciada en 1742 y que en 1793 fue proclamada Catedral de La Habana.
 Esta iglesia catedralicia, por su belleza y originalidad constituye el principal exponente del barroco habanero y criollo. Su fachada central se debe al arquitecto Pedro de Medina, oriundo de La Habana, tiene una altura de  dieciocho metros y está formada por una pared con cierta concavidad, muy sencilla, con predominio de las curvas, distorsiones e irregularidades que permiten el juego de claro oscuro de la luz al incidir sobre ella. Completan el conjunto, dos torres campanarios de tamaño diferentes, rectangulares y con estrechas ventanas en el primer piso y otras en los pisos superiores con barandas sencillas.
 Esta arquitectura define hoy el perfil de La Habana colonial, la que se encerró entre poderosas murallas por más de doscientos años y vivió la ambivalencia de una vida mundana y marinera influida por la “flota anual” que traía a su puerto la prosperidad junto con todos los pecados del mundo; la que vivía al ritmo de las campanadas de sus Iglesias, pero que ya  fraguaba una vida inquieta y mulata, innegable a pesar de la “vista gorda” de las autoridades civiles y eclesiásticas.


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