La Habana, autor René Portocarrero
El siglo XVIII es el siglo
barroco en Cuba y fundamentalmente de La Habana, tanto en las artes como en la
construcción, será este estilo el que defina las normas e ideas que llegan un
poco tardías pero que influyen grandemente en la sociedad criolla que adapta lo
barroco a sus condiciones insulares, tanto en lo material como en lo
espiritual.
En la arquitectura el barroco cubano tiene
características muy propias dadas por los materiales de construcción de que se
dispone, principalmente piedras que por su fragilidad no podrían ser trabajada
con la exhuberancia propia del barroco en otras latitudes, y además el clima y
las condiciones geográficas en general que hacen necesario adaptaciones que en
el orden práctico eran muy sui géneris.
En La Habana la caliza conchífera de los arrecifes
costeros de Cuba, conocidas como “piedra de Jaimanita”, es el
material principal para las construcciones civiles y militares. Cortada en
grandes bloques, esta piedra permite solo un sobrio tallado y con el tiempo se
torna de un color oscuro musgoso que va muy bien con el carácter del estilo
barroco.
Predomina en el barroco habanero las líneas
curvas e interrumpidas, el contraste de
luz y sombra determinado por la sinuosidad de las concavidades de las
fachadas, completando el conjunto con los variados arcos y el predominio del
medio punto adornado con lucetas de colores, que hace de la luz una fiesta en
estos sobrios edificios.
La
Habana vive un auge constructivo en la medida que se acentúa
el auge económico de la colonia y en especial de su capital. Dentro del recinto
amurallado que define a la ciudad contrastan las opulentas y sólidas
construcciones de los pudientes, con las huertas, terrenos baldíos y casa más
humildes de su mayoritaria y heterogénea población.
La casa residencial del criollo adinerado
define su planta en este período. Evolucionando desde el siglo anterior a
partir del mudejar español y las necesidades de la isla, la casa colonial
criolla, agrega en su exterior el corredor de su fachada sostenido por grandes
columnas de piedra.
Casa señorial de dos plantas y con un piso
intermedio (entresuelo), grandes balcones en la planta alta a lo largo de la
fachada y otros breves en los entresuelos.
Los balaustres de balcones y escaleras son de
madera torneada, al igual que el enrejado de las grandes ventanas. Las puertas
claveteadas y fuertes completan la carpintería de una casa que sigue teniendo
el recogimiento e intimidad del siglo XVII.
El patio central define esta casa, a él se
abre las habitaciones y las galerías interiores centrando la vida doméstica de
la vivienda.
A lo largo del siglo se construyen nuevas
iglesias y conventos sobresaliendo la iglesia de San Ignacio que los jesuitas
construyen en la plazuela de la
Cienaga, iniciada en 1742 y que en 1793 fue proclamada
Catedral de La Habana.
Esta iglesia catedralicia, por su belleza y
originalidad constituye el principal exponente del barroco habanero y criollo.
Su fachada central se debe al arquitecto Pedro de Medina, oriundo de La Habana, tiene una altura
de dieciocho metros y está formada por
una pared con cierta concavidad, muy sencilla, con predominio de las curvas,
distorsiones e irregularidades que permiten el juego de claro oscuro de la luz
al incidir sobre ella. Completan el conjunto, dos torres campanarios de tamaño
diferentes, rectangulares y con estrechas ventanas en el primer piso y otras en
los pisos superiores con barandas sencillas.
Esta arquitectura define hoy el perfil de La
Habana colonial, la que se encerró entre poderosas murallas por más de
doscientos años y vivió la ambivalencia de una vida mundana y marinera influida
por la “flota anual” que traía a su puerto la prosperidad junto con todos los
pecados del mundo; la que vivía al ritmo de las campanadas de sus Iglesias,
pero que ya fraguaba una vida inquieta y
mulata, innegable a pesar de la “vista gorda” de las autoridades civiles y
eclesiásticas.
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