La
primera lección de historia para un cubano debe ser, las relaciones de la
sociedad cubana con su vecino de
Norteamérica, los Estados Unidos, esa que no se inició con el diferendo
entre la Revolución Socialista Cuba triunfante en 1959 y los gobiernos oligárquicos
de USA.
Quien conoce la historia de Cuba sabe que esa
relación se remonta a la época colonial, con las apetencias coloniales de
Inglaterra sobre las colonias antillanas de España, incluyendo Cuba, con la
toma de La Habana por los ingleses a finales
del siglo XVIII y la resistencia de los criollos a ser gobernados por los
ingleses pese a las enormes ventajas comerciales que esa breve ocupación de un
año trajo para la economía de La Habana y sus alrededores.
Ya florecía en el corazón y la mente de los
habitantes de esta tierra la “otredad” como signo de identidad, el ser
distintos, hablar un mismo idioma y vivir bajo un clima tropical en una isla
privilegiada en su colocación geográfica.
Con la Revolución de las Treces Colonias de
Norteamérica, La Habana fue base de apoyo incondicional de los rebeldes, los
puertos de la isla estaba abierto a los marinos americanos y la ayuda para
solventar su independencia, no solo vino de Francia, sino de Cuba, cuyas
mujeres contribuyeron con sus joyas a la causa de Washington, es una historia
larga que las mentes pragmáticas olvidan, pero que no olvidamos nosotros.
Luego la necesidad de los gobiernos de Estados
Unidos a lo largo del siglo XIX, de anexarse la isla, ya sea por compra, canje
o invasión, porque la próspera colonia era “necesaria” para la autosuficiente
nación en expansión. Esa fue para Cuba colonial su paradoja, en el afán
enfermizo e interesado de la oligarquía criolla de Cuba por mantener una
economía de plantación con base esclavista, que la convirtió en la más poderosa
de Hispanoamérica.
En la segunda mitad del siglo XIX, madura la
sociedad cubana, identificada y con
cultura propia, el baldón colonial era solo una mascarada para sostener la
esclavitud y el enriquecimiento de una burocracia colonial española, por lo que
las luchas por la independencia de Cuba comenzaron, con la ayuda individual de
muchos norteamericanos y una “neutralidad” de su gobierno al que no convenía
una Cuba independiente, dadas sus pretensiones de anexarla.
A fines del siglo XIX los acorazados yanquis
inauguraron la era imperialista del capitalismo mundial, esta vez para crear
áreas de influencias que dejaran bien claro al resto de la potencia que para
Estados Unidos, América Latina no era otra cosa que su patio trasero, su área
de influencia.
Para entonces ya teníamos un ojeador de
futuro, un hombre inteligente que vivió un largo tiempo en los Estados Unidos y
lo conoció, supo de su forma de hacer política y de las características de
aquella sociedad de las ganancias y las oportunidades, tan llena de
contradicciones en su democracia ensombrecida por su racismo, su olvido del
débil y de la exaltación del triunfador, no importa cómo, ni en qué, ni por
qué, ese hombre es José Martí, el primer antimperialista, luchador social,
impulsor de la unidad latinoamericana y de la dignificación de las culturas de
estos pueblos nuestros del sur.
El esfuerzo por borrar el ejemplo de Martí fue
grande, lo convirtieron las oligarquía en el convidado de piedra en una
República nacida con el parche de la Enmienda Platt, semicolonia, sin una
personalidad real como nación, sometida durante más de 60 años al saqueo de los
monopolios de los Estados Unidos en complicidad con la burguesía nacional,
disminuida al papel segundona administradora de la semi colonia, con el enorme
complejo de inferioridad del “fatalismo geográfico”, basada en la fórmula de:
“Se puede hacer todo con los americanos, pero no contra los americanos”, por
supuesto aludiendo a los poderes del norte.
Estamos cercano a celebrar los 58 años del
triunfo de la Revolución que lideró Fidel Castro, nuestro Fidel ese que
acabamos de sembrar en la Historia y que seguirá inspirando esta hazaña
política y social que es, construir el socialismo a 90 millas de los Estados
Unidos, contra viento y marea.
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