Autor Roberto Fabelo
La República
nacida en 1902 con su carga de decepciones y frustraciones, venía precedida del
sueño inconcluso de José Martí, conocido de primera mano por los miles de
emigrados cubanos que en los talleres de tabaquería de Tampa y Cayo Hueso le
oyeron en su prédica encendida y convencida. Ellos trajeron la leyenda y en la Cuba triste que nació con el
siglo XX fueron propagando el mito martiano, ese que hizo erigir en el Parque
Central de La Habana, una estatua de mármol blanco, que no era el Martí
hiperquinético que había conocido en la emigración, pero que fue el símbolo al
que se agarraron para rendirle homenaje; el mito que hizo cantar al pueblo
aquellos versos...”Martí no debió de morir / porque fuera el Maestro y el Guía
/ otro gallo cantaría / la patria se salvaría / y Cuba sería feliz..., tristes
estrofas de la ira contenida de un pueblo que había dejado a un tercio de los
suyos en los campos de batalla y amanecía al siglo con y una caricatura de
República y el desconcierto de un liderato convertido en “politiqueros” de
segunda mano, con honrosas excepciones.
Era triste ver la imagen de Martí en esos
primeros 25 años de república, el invitado de piedra en los mítines políticos,
citado y encartonado en frases hechas que ocultaban su preclaro y radical
pensamiento.
De ese “maniqueísmo” lo salvaron los maestros
cubanos, esos que por su cuenta lo hacen crecer en sus clases, más allá de su
poesía y la tristeza de haberlo perdido. Los maestros cubanos que enseñaron
patria cuando esta estaba comprometida por la “Enmienda Platt”, aquella Ley
anexada a la constitución cubana por los yanquis y que, entre otras cosas, les
daba derecho a intervenir en Cuba cuando sus intereses estuvieran en peligro.
¡Qué República era
aquella!, esa no era la patria del...”con todos y para el bien de todos”, proclamada
por José Martí y ese sueño no lo olvidó el pueblo y su vanguardia que lo
hicieron crecer al develar su pensamiento y tomarlo como proyecto para su
futuro.
Recuerdo eterno a Gonzalo de Quesada quien se
empeñó en publicar las obras del Apóstol en medio de la desidia y la
indiferencia, a Fermín Valdés Domínguez, calumniado
por sus propios compatriotas por su verbo encendido y sus respuestas cortantes,
él publicó en La Habana de esos tiempos muchas cartas, anécdotas y cuantas
cosas podían resaltar la figura del hermano muerto, a Arturo de Carricarte,
valiente frente a las envidias, martiano por convicción y rescatador del
patrimonio material del Apóstol en medio de una República vergonzante.
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