Es octubre y para los cubanos la primera evocación es
para la hombrada de un grupo de orientales que en la mañana del 10 de octubre
de 1868 iniciaron, ¡por fin!, las luchas para alcanzar la independencia del
dominio español.
América Latina hacía más de medio siglo que
disfrutaba de la libertad arrancada al dominio español y se consolidaban en los
territorios de nuestra América, Repúblicas inquietas e incompletas, pero
celosas de su libertad conquistada a costa de muchos sacrificios.
Cuba, “la siempre fiel”, como la denominaba la
monarquía hispana, se debatía en el dilema de seguir bajo el duro régimen
colonial, esquilmador de sus riquezas y negado a conceder libertades políticas
mínimas a una clase burguesa poderosa, culta y de amplios recursos económicos,
sostenidos por una masa de más de doscientos mil esclavos de origen africanos,
tratados como “piezas de ébano”, pero que no contaban como seres humanos para
aquellos “civilizados caballeros del azúcar”.
Ese era el dilema para la nación, ya forjada y
orgullosa de sí misma, pero sometida a una torpe política colonial que hizo
todo lo posible, sin querer, pero por codicia, para perder lo poco que restaba
de su imperio colonial.
Carlos Manuel de Céspedes, un acomodado
abogado y hacendado de la zona de Bayamo y Manzanillo, fue el catalizador de
las aspiraciones de los más radicales de entre sus iguales y ante el fracaso de
las negociaciones con las autoridades coloniales, no buscó el lamento
conservador y cobarde, sino que se unió a otros patricios de sus zona para
planear la única alternativa posible ante tanta soberbia e intransigencia
colonial, la lucha armada para alcanzar la anhelada independencia.
No pesó esta vez el temor a una sublevación de
los esclavos aprovechando la coyuntura de la guerra, no temió perder sus
comodidades y su hacienda en este viril gesto de rebeldía, solo pesó en la
necesidad de la patria irredenta y la determinación de ser libres o morir en el
empeño.
Esa mañana del 10 de octubre de 1868, reunió
en su ingenio azucarero de “Demajagua” a sus familiares y a un grupo de
conspiradores de su zona y con valiente gesto de hidalguía, liberó a sus
esclavos, a quienes invitó a luchar hombro con hombro por la patria común junto
a sus antiguos dueños.
Ese fue su gesto supremo, porque en la
Cuba de su época, la esclavitud era el gran problema social de la isla y entre
amos y esclavos había una profunda brecha de prejuicios, que no dejaba fuera a
los cientos de miles de negros y mulatos que ya vivían libres en la isla
colonial, haciendo oficios menores, obligados a vivir como parias en su propia
tierra.
La gesta libertadora cubana comenzó también un
amplio proceso de integración racial y social que fundió a los estamentos
diferenciados y rivales en la nueva concepción de “luchadores por la
independencia” que sirvió de base para fundar una República en Armas, alcanzar
muchas victorias militares y radicalizar el protagonismos de los más humildes
en este quehacer por la libertad.
Diez años de guerra sirvieron de fragua para
fundar un pueblo nuevo al que las indecisiones de las clases dirigentes cubanas
y su miedo a la “popularización” de la guerra, lo llevaron a un pacto con
España, que los patriotas más radicales, encabezados por el general negro
Antonio Maceo, entendieron como una tregua para emprender nuevamente la guerra
cuando estuvieran creadas nuevamente las condiciones para volver a luchar, por
lo que aún no se había alcanzado, la independencia y la abolición de la
esclavitud.
Eso celebramos los cubanos el 10 de octubre, el
inicio de nuestras luchas por la independencia de España y de cualquier
vasallaje.
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