Ese agitado 25 de marzo de 1895 fue un día decisivo
en la vida de José Martí, le urgía estar en Cuba, pero la presión de la
diplomacia y el espionaje español hacía más difícil el encontrar una embarcación para venir a la
isla, en el mismo día en que escribió el
Manifiesto de Montecristi trata de tranquilizar a sus seres queridos, de que
entiendan sus razones para estar en medio de la guerra y las amorosas razones
de amor para que le recuerden.
Aquí están otras dos cartas de ese día
martiano, la primera a las hermanas Mantilla Miyares, esa niñas que ha visto crecer
y en cuya formación puso todas sus esperanzas en los jóvenes; carta de padre y amigo que aconseja a sus niñas para
que trabajen en aquellos en lo que
pueden ser más útiles, al tiempo que las hace entender que nada es más grande en la condición humana
que la virtud.
La segunda misiva a sus colaboradores más
cercanos, Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra a quienes dice más entre línea de
lo que queda en la tinta, son los hermanos preocupados por la vida del Delegado
y el amigo, los hombres testigos de sus desvelos, uno de ellos, Gonzalo, el
primero en ver en él al Apóstol de Cuba; el otro Benjamín el honesto tesorero
del Partido Revolucionario Cubano, ambos, manos ejecutoras de sus deseos cuando
el deber lo pone en los campos de Cuba, entender esto es conocer más a Martí,
hagamos silencio y que la lectura nos deje la impresión grata de esos días de
gloria del mejor de los cubanos:
Mi María y mi Carmita:
Salgo de pronto a un largo
viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo. Las abrazo, las
abrazo muchas veces sobre mi corazón. Una carta he de recibir siempre de Vds.,
y es la noticia, que me traerán el sol y las estrellas, de que no amarán en
este mundo sino lo que merezca amor,–de que se me conservan generosas y
sencillas,–de que jamás tendrán de amigo a quien no las iguale en mérito y
pureza.–Y ¿en qué pienso ahora, cuando las tengo así abrazadas? En que este
verano tengan muchas flores: en que en el invierno pongan, las dos juntas, una
escuela: una escuela para diez niñas, a seis pesos, con piano y español, de
nueve a una: y me las respetarán, y tendrá pan la casa. Mis niñas ¿me quieren?–Y
mi honrado Ernesto.-Hasta luego. Pongan la escuela. No tengo qué mandarles–más
que los brazos. Y un gran beso de su
Martí
(Montecristi) 25 de marzo (1895)[1]
Gonzalo y Benjamín:
Partimos. Toda palabra les
parecería innecesaria o escasa. Cuanto puedo pedirles, está dicho. Ni sosiego,
ni oportunidad, he hallado para ninguna declaración pública, que pudiera
parecer más verbosa que útil. Ya será luego, con la majestad del país. Guíenlo
todo, si aún tenemos autoridad, sin pompa y sin triunfo, ni más ansia que la de
cumplir, con el mayor silencio, la mayor suma de deber. ¿No me regañan? ¿No me
dicen predicador e intruso? ¿No me han olvidado aún las mujeres y las niñas o
me piensan aún, de vez en cuando? ¿Y Flor, y Serafín y Rodríguez, y Hatton? Yo,
tal vez pueda contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin
traba la república, tal vez deba, con amargo valor, obedecer la voluntad de la
guerra, y mi conciencia, y volver a abrazarlos. No flaquearé por ningún exceso,
ni por el de la aspiración, fatal al deber, ni por el de condescendencia.–Amo y
venero cuanto sacrificio respetable se hace alrededor de mí. Voy con la
justicia.
Partimos, pues. Les dejo
parte.–Ahí, pidan poco. Lo que dejo preparado, con lo natural ese hace.
Enseguida, Hatton.–Por el orgullo
del cariño de Vds. de la
dulce hermandad de Vds., es más fuerte.–
Su
Martí
(Montecristi) 25 de marzo (1895)[2]
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