Buscando en internet,
que para algo más que jugar debe servir, he encontrado el origen de la celebración,
desde hace más de un siglo, del “Día Internacional de la Mujer” el 8 de marzo,
se los traigo como una curiosidad a más de citar dos párrafos de José Martí
sobre las luchas de las mujeres norteamericanas de su época por los derechos
tantas veces negados por la cultura y la tradición de la sociedad humana:
El 8 de marzo de 1909, 129 empleadas de la fábrica textil Cotton
de Nueva York que se habían encerrado en ella en forma de protesta, murieron a
causa del incendio que se generó en el lugar. Parece ser, provocado por el
propio dueño. Ellas luchaban por conseguir mejores condiciones de trabajo.
Se dice que en homenaje a este acontecimiento y para reivindicar los
derechos y el sufragio femenino, en un Congreso Internacional de Mujeres
Socialistas que se llevó a cabo en 1910, su Presidenta Clara Zetkin propuso que
el 8 de marzo fuera el Día Internacional de la Mujer.
En cuanto a Martí, esta crónica es de febrero de 1882 se publicó en el
periódico caraqueño “El Nacional” para el que trabajó los primeros años de su
estancia en los Estados Unidos, es una larga y hermosa reseña de los sucesos
más importantes de la ciudad de Nueva York basado en sus vivencias y en la
lectura de la prensa estadounidense de la época, es un acercamiento objetivo a
las luchas de las mujeres por alcanzar igualdad social y que se disfruta además
por la hermosa redacción y escogencia de las palabras:
“Estas amarguras afligen a algunos corazones buenos, que no hallan modo
de poner remedio a esa miseria, que roe cuerpos y almas. Hay en esta tierra un
grupo de mujeres, que batallan con una vivacidad y un ingenio tales en el logro
de las reformas a que aspiran, que, a no ser porque no placen mujeres varoniles
a nuestra raza poética e hidalga, parecerían estas innovadoras dignas de las
reformas por que luchan. Ni es justo querer que en prados de mariposas pasten
leones. Ni es cuerdo sujetar a nuestro juicio de pueblos romancescos,-y por encima
de nuestras pueriles desazones, puros,-los menesteres y urgencias de ciudades
colosales en cuyos senos sombríos se agitan criaturas abandonadas y
hambrientas, comidas de avaricia, nacidas en soledad y apartamiento, y dadas
sin freno al loco amor de sí. No ve el norteño en la mujer aquella frágil copa
de nácar, cargada de vida, que vemos nosotros; ni aquella criatura purificadora
a quien recibimos en nuestros brazos cuidadosos como a nuestras hijas, ni aquel
lirio elegante que perfuma los balcones y las almas. Ve una compañera de
batalla a quien demanda brazos rudos para batallar. Ni son los hogares en esta
tierra, aquel puerto sereno en que la hija es gala y no estorbo, y su matrimonio
cosa temida y no deseada, sino como casa de hospedaje, donde no se cree el
hostelero obligado a mantener a los huéspedes que trajo él a su casa. Ni nacen
las mujeres en estos pueblos como en aquellos nuestros, miradas de cerca por
los ojos vigilantes de sus familiares, que las guardan con ternura y con
esmero; sino que vienen al mundo en lo que hace a los pobres, como retoños
malsanos de un árbol enfermizo, que brota entre una mesa coja y un jarro de
cerveza, y oye desde el nacer palabras agrías, y ve cosas sombrías, y se
espanta de ellas, y va sola.
“Tantos males pueden hacer surgir como legítimos, y verdaderos por relación,
pensamientos que a nosotros nos han de parecer-por ser nosotros de tierras
distintas-vulgares y extravagantes. Va cerrándose el congreso de damas,
convocado para abogar enérgicamente por la concesión del derecho de votar, a
las mujeres. Ha sido el congreso en elegante sala, y las damas de él muy
elegantes damas. Vestían todas de negro, y la que más, que era la presidenta,
llevaba al cuello un breve adorno azul. Y el auditorio era selecto, lleno de
hombres respetuosos y de damas de buen ver. Es cosa sorprendente, cómo la
gracia, la razón y la elegancia han ido aparejadas en esa tentativa. Deja el
congreso de mujeres, la impresión de un relámpago,-que brilla, alegra, seduce e
ilumina. Yo he oído a un lacayo negro hablar, pintando el modo de morir de un
hombre, con tal fuego y maestría, que le hubieran tenido por señor los maestros
de la palabra. Yo he oído con asombro y con deleite, la verba exuberante y
armoniosa de los pastores hondureños, que hablan castellano de otros siglos,
con donaire y fluencia tales que pondrían respeto a oradores empinados. Y ese
modo de hablar de estas damas ha sido como el corretear de un Cupidillo
malicioso, bien cargado el carcaj de saetas, y bien hecha la mano a
dispararlas, entre enemigos suspensos y conturbados, que no supiesen cómo
ampararse, alzando el brazo y esquivando el rostro, de los golpes certeros. ¡Qué
lisura, en el modo de exponer! ¡Qué brío, en la manera de sentir! ¡Qué
destreza, en sus artes de combate! ¡Qué donaire, en los revuelos de su crítica!
“¡No nos dejáis más modo de vivir que ser siervas, o ser hipócritas! ¡Si ricas,
absorbéis nuestras herencias! ¡Si pobres, nos dais un salario miserable! ¡Si
solteras, nos anheláis como a juguetes quebradizos! ¡Si casadas, nos burláis
brutalmente! ¡Nos huis, luego que nos pervertís, porque estamos pervertidas ¡Puesto
que nos dejáis solas, dadnos los medios de vivir solas. Dadnos el sufragio,
para que nos demos estos medios.””[1]
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