“Dos
Ríos”, pintura de Esteban Valderrama
Dentro de algunos días arribaremos al
aniversario 121 (19 de mayo de 1895) de la muerte en combate de José Martí, el
preclaro organizador de la continuidad de la contienda por alcanzar la
definitiva independencia en Cuba.
Mucho se discute aún si debió o no venir a
Cuba en aquellos momentos iniciales de
la campaña por liberar la isla, quien haya leído sus escritos o tenga nada más
que una leve noción de las ideas que defendió, de la ética que lo acompañó, no
dudará que ese era el lugar donde quería estar.
Había logrado después de muchos esfuerzos
poner de acuerdo a todos los que querían la independencia, unirlos alrededor de
este objetivo, lo cual no significó que todos tuvieran la misma visión del país
que querían.
Aún resuena su rotundo “CON TODOS Y PARA EL BIEN
DE TODOS”, de un alcance social muy profundo a fines del siglo XIX, idea que
aglutinó alrededor del Partido Revolucionario Cubano, a las clases humildes de
la emigración cubana, ya concientizada, aglutinadora de todos los elementos de
la racialidad cubana, pero también aglutinó a sectores intelectuales, de la
clases media y en sentido general a la pléyade de veteranos de la Guerra de los
Diez Años.
Su presencia en Cuba era imprescindible para
dar a la Revolución Independentista el carácter radical, más allá de la mera consecución de
estatus de República y para lidiar con el peligro de anexión a los Estados
Unidos, acariciado no solo por factores externos a la sociedad cubana, sino
también a poderosos intereses económicos de la isla, ampliamente decidido a asegurar
sus intereses en cualquier escenario futuro.
La muerte de José Martí, fue la desgracia de
la Revolución iniciada por él, el partido
que fundó pasó a manos de fuerzas moderadas que hicieron letra muerta
los postulados sociales contenidos en sus bases, que olvidaron el compromiso de
la lucha anticolonial por la hermana isla de Puerto Rico, que convirtieron este
organismo de movilización social en un mero gestionar de expediciones con armas
y avituallamientos para la guerra, necesarias, pero al mismo tiempo deformación
del fin aglutinador de la organización creada por el Apóstol.
Al crearse el Gobierno de la República en Armas
brotaron los personalismos elitistas, el divorcio del gobierno y el brazo
armado de la Revolución, el racismo apenas contenido en algunas de las figuras
de aquel órgano de la Revolución y el sordo afán de restar mérito y poder
ejecutivo al Ejército Libertador.
Esas condiciones llevaron a la débil
participación política de los cubanos en la toma de decisiones durante la
intervención norteamericana en la guerra y en el período de ocupación
(1899-1902), sin reconocimiento de las fuerzas contendientes, Estados Unidos y
España, los cubanos fueron los “invitados de piedra”
Nada preocupaba tanto al interventor yanqui
como el Ejército Libertador cubano, armado, bien dirigido y relegado, pero
tenso ante la posibilidad de la anexión.
Las maniobras políticas del ejército de
ocupación en aquellos tres años fue desmantelar los mecanismos de la Revolución
Independentista, su brazo armado, su gobierno, su partido, restar capacidad de
respuestas a sus pretensiones, dividir a los cubanos y aliarse a los sectores
más conservadores, antiguos aliados de la metrópoli española y ahora al lado
del poder ocupante.
La ocupación norteamericana fue el fraude para
acabar con la Revolución Independentista organizada por José Martí, su figura
se redujo al símbolo del martirologio, sus ideas, casi desconocidas en su isla,
su partido disuelto por Tomás Estrada Palma, “porque ya había cumplido su
cometido”, el Ejército Libertador licenciado y decepcionado, Máximo Gómez
depuesto por el Gobierno de la República en Armas y ese gobierno autodisuelto
por su impopularidad ante el hecho consumado de destituir al Generalísimo.
Nada quedaba en un año de aquel pujante
movimiento independentista que había puesto en jaque a la Monarquía española.
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