La cultura es memoria,
huella del hombre sobre la tierra, de su devenir por generaciones sobre este
planeta que es apenas un soplo, geológicamente hablando. El ser humano lo ha
transformado y hoy se ha puesto a punto de completar un etnocidio selectivo por
motivos realmente mezquinos.
Que la aldea global cuente con varios miles de
millones de congéneres, debería ser motivo de orgullo para todos nosotros que
hace apenas cien mil años comenzamos este fantástico transito de la manada a la
sociedad moderna, desarrollando una capacidad tecnológica capaz de hacer mucho
bien y mucho mal.
El humano siempre curioso, ambicioso y egoísta
ha olvidado ha olvidado elementos de su
espiritualidad que la civilización debió potenciar: el primero y más importante
es su capacidad de “ser bueno”, compasivo y solidario; valores que hoy pugnan
por desaparecer en una sociedad muy competitiva donde la “Ley del más fuerte”
predomina a fuerza de la violencia del
hombre contra el propio hombre.
La sociedad moderna está abocada a la disyuntiva de resolver los problemas de su
especie y el planeta todo, o seguir desarrollando una vida desafortunadamente
lúdica para un pequeño de ellos (los alfa,
los triunfadores, los dueños de casi todo, los sin escrúpulos), que equivale a
decir una humanidad sin futuro, pero que desaparecerá a lo “grande” en medio de
orgías, exceso de lujo, fatuidades y una cultura vanal en la que el culto a la
riqueza y el poder, nos dará una noche a lo grande, después no importa.
Vale la pena luchar por utopías, soñar por una
humanidad humana, redundancia necesaria en un mundo maltusiano en el que
millones no tienen esperanzas.
La democracia no debería ser solo el derecho a
elegir al timonel del poder (casi siempre rico, inteligente y a fin a las
clases poderosas); democracia debe ser derecho a la vida, a la educación, la
salud, llegar tan lejos como nos den nuestras capacidades, respetar al otro,
condenar el egoísmo y la envidia e identificarnos todos como lo que somos “seres
pensantes”, seres humanos.
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