Este lugar me resulta
entrañable porque hace quince años sin faltar un día, llego hasta aquella
casita de fachada amarilla y ventanales azules para ocuparme del más hermoso de
los oficios, cuidar la historia, trasmitirla apegado a la verdad, conversar con
los que llegan desde todas parte de esta isla de Cuba y desde este mundo que
cada día se nos hace más pequeño.
Esta casita es una metáfora, en ella se resume
el inicio de un hombre imprescindible para todos los cubanos, la figura de la que hablan los libros, los estudiosos y
los políticos, este que desde niño fue predestinado a ser conductor de pueblo,
no por un don entregado por los dioses, sino por esa entrega al ser humano como
causa principal, sin chovinismos, primero entre los suyos, esa familia fecunda
y nutriente que le fue dada, después con su pueblo, entre los suyos, sufriendo
las injusticias de cada esquina,
aprendiendo de cada hombre o mujer que entró en su vida, aunque solo fuera para
saludarlo.
Este hombre político fue poeta y soñó un mundo
mejor y la humanidad por patria, sin olvidar que había nacido en una isla verde
demasiado cerca de los gélidos egoísmos que se concentraban al norte, ese es
José Martí, mi oficio es cuidar la casa donde nació, esa que todos en Cuba saben dónde está, esa
sencilla pieza de entramado urbano, en un bello rincón de La Habana colonial,
rodeada de gente que vive y sueña y que
meridianamente es un resumen de Cuba y su historia.
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